El Concilio de Trento

por Fernando D. Saraví

 

El Concilio de Trento

 Dr. Fernando D. Saraví

Iglesia de los Libres

República del Perú 1472

Las Heras 5539 Mendoza, Argentina

E-mail: [email protected]

 

CONTENIDO

 

La situación previa al Concilio

Corrupción e indisciplina en la Iglesia

Nuevo interés en los estudios bíblicos

Nace la Reforma protestante

Algunas tentativas fallidas

La convocatoria al Concilio

La inauguración del Concilio

El desarrollo del Concilio

Primera etapa del Concilio (1545-1547)

Autoridad equivalente de las Escrituras y la Tradición apostólica

El canon de las Escrituras

La Vulgata de Jerónimo es declarada “auténtica”

La Iglesia de Roma reserva para sí la autoridad para interpretar la Biblia

Se prohíben ediciones de la Biblia no autorizadas por los obispos

El pecado original

La justificación

Doctrina sobre los sacramentos

Segunda etapa del Concilio (1551-1552)

Presencia real de Cristo en la eucaristía

Sacramentos de penitencia y extremaunción

Tercera y última etapa del Concilio (1562-1563)

Presencia de Cristo bajo cada una de las especies eucarísticas

La eucaristía es un verdadero sacrificio

La Iglesia tiene una jerarquía divinamente instituida
El matrimonio como sacramento
Purgatorio, santos, reliquias, imágenes e indulgencias
Las imágenes
Ratificación del Concilio

Bibliografía selecta

 


 

El Concilio de Trento, que la Iglesia Católica cuenta como 19º Ecuménico, es uno de los grandes acontecimientos que en el siglo XVI modificaron definitivamente el cristianismo en Occidente. Aunque a menudo se lo describe como la respuesta romana a la Reforma protestante, la realidad es más compleja.

 

La situación previa al Concilio

 

A continuación consideraremos algunos aspectos que permiten comprender el contexto histórico en el cual se convocó el Concilio de Trento.

 

Corrupción e indisciplina en la Iglesia

La corrupción de la iglesia occidental había sido denunciada por Jerónimo Savonarola, quien pagó su osadía con su vida en 1498. No obstante, los males que el fraile había denunciado eran percibidos como muy reales por muchos otros.

La situación la Iglesia europea a comienzos del siglo XVI era deplorable en muchos sentidos. Por una parte, vicios como la simonía (compra y venta de cargos eclesiásticos) y el nepotismo (otorgamiento de cargos a familiares) estaban muy difundidos, y los propios Papas se destacaban en su ejercicio. El descuido generalizado de las labores pastorales se acompañaba de una descarada explotación económica del sistema de indulgencias y otras formas de tributo que permitían que los cardenales y obispos vivieran como los príncipes seculares.

El 10 de mayo de 1512 se había inaugurado el V Concilio de Letrán, convocado por el Papa Julio II (1503-1513). En su apertura, el general de los Agustinos, Egidio de Viterbo, había declarado: “Lo santo debe transformar a los hombres, no los hombres a lo santo”.

Tras la muerte de Julio II, dos monjes le enviaron a su sucesor, León X (1513-1521), un documento extremadamente crítico de la situación de la Iglesia con propuestas concretas para una reforma. Sin embargo, este concilio logró bien poco con sus decretos, sobre todo porque, como nota el historiador jesuita Hubert Jedin, “faltaba la voluntad consecuente de ponerlos en práctica”.

 

Nuevo interés en los estudios bíblicos

En tanto, el florecimiento del movimiento humanista en Italia había traído consigo no sólo la recuperación de los clásicos griegos y latinos, sino también un renovado interés en el estudio de la Biblia en sus lenguas originales, así como de los escritores cristianos antiguos (Padres). La invención de la imprenta de tipos móviles hizo posible a partir de 1483 una difusión de las obras literarias impensable en los siglos previos.

Uno de los primeros en pasar del diagnóstico a la acción fue el Cardenal Francisco Ximenes de Cisneros, confesor de Isabel la Católica y desde 1495 arzobispo de Toledo. Cisneros desarrolló un amplio programa que incluía tanto la atención pastoral como la educación del clero. Con este propósito fundó la Universidad de Alcalá de Henares. También inició un ambicioso proyecto de edición de las Escrituras en hebreo, griego y latín que culminó en la Biblia Políglota Complutense (Complutum es el nombre latino de Alcalá), que terminó de imprimirse en 1517 pero se publicó 5 años más tarde. Esta edición incorporaba gramáticas, léxicos, concordancias y otras ayudas para el hebreo y griego.

El retorno a la Escritura y a los escritos de los Padres era propiciado por otros humanistas cristianos, como John Colet en Inglaterra, Jacques LeFevre d´Etaples en Francia y, sobre todo, por Erasmo de Rotterdam, el “príncipe de los humanistas”, responsable de la primera edición impresa publicada del Nuevo Testamento griego (1516). Todos ellos propiciaban una fe más basada en la piedad individual y en el ejemplo que en las reglas y los ritos.

 

Nace la Reforma protestante

Así las cosas, en 1517 aparece Martín Lutero en escena. Ni León X ni sus asesores justipreciaron la gravedad de la crisis que se cernía sobre la cristiandad de Occidente. En 1518, luego del fracaso de la gestión del legado papal Tomás de Vío (Cayetano), Lutero apeló a un concilio general. Tal apelación había sido prohibida por el papa Martín V (1417-1431). [1] Los papas  Pío II (1458-1464), Sixto IV (1471-1484) y Julio II ratificaron la prohibición.

Luego del debate entre el teólogo Juan Eck y Lutero en Leipzig (1519), el Papa León X, mediante la bula Exsurge Domine de 1520, excomulgó formalmente a Lutero. Este, en respuesta, quemó públicamente la bula. En el mismo año, en su obra A la nobleza cristiana de la nación alemana, Lutero convocaba a los príncipes a llevar a cabo por sí mismos la reforma de la Iglesia, e insistía con la idea del concilio. Aunque Lutero no consideraba infalibles a los concilios, creía que proporcionaban la mejor garantía posible de realizar la reforma propuesta.

En 1521 en la dieta o asamblea de Worms, el clamor por un concilio comenzó a cobrar fuerza, aunque no obtuvo respuesta de Roma. En la dieta del año siguiente en Nurenberg todos los estados alemanes, tanto protestantes como católicos, reclamaron la realización de un concilio “general, libre, cristiano y en territorio alemán”. Jedin observa (p. 109) que “La fórmula parecía anodina, pero tras ella se ocultaban, por lo menos en la mente de los luteranos, exigencias que no podían menos que causar graves inquietudes en Roma”. En efecto, por “libre” se entendía “libre de la influencia del papa” pues no podía ser juez y parte; por “cristiano” que debía incluir no solamente clérigos sino laicos, y sobre la base de la autoridad que Lutero defendía como definitiva, Sola Scriptura. Y había de realizarse en Alemania porque el conflicto había comenzado allí.

Si bien el legado pontificio comunicó en la dieta de Nurenberg la voluntad del Papa Adriano VI (1522-1523)  de realizar el anhelado concilio, el sucesor de éste, Clemente VII (1523-1534), aunque sin negarse nunca de plano, se las arregló para dilatar indefinidamente la convocatoria. El Papa  temía las consecuencias que un concilio podía acarrear  tanto para la Iglesia como para su persona, dado su propio nacimiento ilegítimo. Además, la política europea estaba dominada por la pugna entre el emperador Carlos V y el rey francés, Francisco I.  El emperador se había tornado un convencido proponente del concilio, pero por razones políticas el Papa respaldaba al rey francés. El historiador católico Giacomo Martina añade:  

Por otra parte, las circunstancias históricas no facilitaban la convocación: entre 1521 y 1599 estallan diversas guerras (1521-29, 1536-38, 1542-44, 1552-59) entre los Austrias y Francia que trataba de asegurar su independencia y de quebrar la hegemonía europea de Carlos V. ¿Cómo asegurar el libre ir y venir de los obispos, reunir en discusión serena a representantes de los dos bandos contendientes y conciliar la neutralidad política del Papa en la guerra entre ambos bloques con la estrecha unión necesaria entre ambos para luchar contra la herejía? (p. 231-232)

 

Algunas tentativas fallidas

No obstante las dificultades enunciadas, el siguiente Papa, Paulo III (1534-1549) prometió al emperador la convocatoria del demorado concilio. Paulo III comprendía bien la necesidad del concilio y la reforma. En 1536 formó una comisión que estaba integrada, entre otros, por sus cardenales Gaspar Contarini, Juan Pedro Carafa, Reginaldo Pole, Jacobo Sadoleto y el obispo de Verona, Juan Mateo Giberti. [2] 

En marzo del siguiente año la comisión presentó al Papa un documento, el Consilium de emendanda ecclesia, que detallaba todos los problemas detectados y proponía drásticas y urgentes soluciones; en palabras de Olin (p. 65), era “un ataque sorprendentemente franco e incisivo contra la venalidad y otros abusos asociados con el sistema curial”.

El mismo año 1537 Paulo III hizo una primera convocatoria para realizar el concilio en Mantua y luego en Vicenza, que fue un sonoro fracaso y luego de varias demoras fue suspendido por tiempo indefinido en 1539. En el año siguiente, mediante la bula Regimini militantis ecclesiae, el papa dio su aprobación a la creación de la Compañía de Jesús (jesuitas), formada por Ignacio de Loyola (1491-1556). Esta orden con organización militar habría de tener un papel destacado en Trento y como instrumento papal en la lucha contra la “herejía”.  En 1541, por iniciativa del emperador Carlos V se reunieron en Ratisbona católicos y luteranos en un coloquio destinado a aproximar las respectivas posiciones.

A Ratisbona, donde asistieron la mayoría de los príncipes de Alemania y el emperador mismo, concurrieron dos de los principales reformadores, Felipe Melanchton y Martín Bucero, este último trayendo consigo un reformador de la segunda generación que pronto eclipsaría en influencia a todo el resto, el joven Juan Calvino. El Papa envió, como legado, al veneciano Gaspar Contarini, teólogo y estadista, la mayor figura que la Curia había conocido por generaciones, y un hombre de vida santa. Si Contarini, un constante oponente de soluciones extremas, fue a Ratisbona realmente creyendo que el desacuerdo sobre lo fundamental no era tan serio como muchos creían, pronto fue iluminado (Hughes).

En efecto, aunque se llegó a una fórmula de compromiso sobre la justificación por la fe, no hubo acuerdo sobre los sacramentos de eucaristía y penitencia y, sobre todo, acerca de la naturaleza misma de la Iglesia. El coloquio de Ratisbona sólo sirvió para dejar claro a todos los participantes que la posición tradicional y la reformada eran irreconciliables.

           

La convocatoria al Concilio

 

Entre tanto, los avances del protestantismo en Italia preocupaban al Papa, al punto que en 1542 restableció el tribunal del Santo Oficio (inquisición). Tras estudiar las posibilidades, Paulo III convocó mediante una bula del 22 de mayo del mismo año a un concilio a realizarse en la ciudad de Trento, perteneciente al imperio pero próxima a la frontera con Italia. No obstante, poco después Francisco I declaró la guerra al emperador, lo cual obligó a suspender una vez más el sínodo.

Dos años más tarde, tras la paz de Crépy, el Papa levantó la suspensión. El concilio se reuniría el 15 de marzo de 1545. En el interín, y por causa de la guerra, Carlos V se había visto obligado a otorgar ciertas concesiones a los príncipes protestantes. Sin embargo, narra Jedin (p. 115),

A comienzos del verano de 1545 se pusieron de acuerdo el papa y el emperador para una acción común contra los protestantes alemanes. En primer lugar trató de destruir la fuerza militar de la liga de Esmalcalda; luego se pensó en una posible participación de los protestantes en el concilio. Sería esto parte de un vasto plan de restauración de la unidad de la fe.

Los protestantes no mordieron el anzuelo, y se rehusaron a participar. José Grau (vol. 1, p. 570-573) cita extensamente un tratado de Calvino sobre una carta dirigida por Paulo III al emperador. Calvino dice, entre otras cosas:

El papa no desea que nuestra causa sea considerada por el camino de la discusión, escuchando y dialogando, sino que cree más conveniente empezar condenándonos  (...) ¿en qué ciudad se ha convocado el concilio? En Trento. ¿Quiénes lo compondrán? Los italianos, sin duda alguna, serán la mayoría. De entre ellos apenas si puede encontrarse la sombra de un hombre bueno. ¿Qué equidad y moderación regularán las sesiones? Incluso en el supuesto de que los obispos acudieran allí sin prejuicios, serenos, piadosos y dispuestos a la deliberación, allí estaría el papa Farnese [Paulo III] que ya ahora afirma que la causa que va a discutirse es una causa condenada de antemano. Sería, pues, superfluo dedicar el menor esfuerzo para prestar atención a todo esto.

 

La inauguración del Concilio

 

Razón no le faltaba al reformador. El concilio de Trento finalmente se inauguró el 13 de diciembre de 1545, presidido por legados papales [3] y con la presencia de un número ínfimo de obispos, la mayoría italianos. Jedin y Martina mencionan 25 obispos y 5 generales de Órdenes religiosas; Hughes 31 ó 32 obispos (sin contar los legados papales). Además había 48 asesores expertos, es decir, teólogos y especialistas en derecho canónico.

Había una diferencia entre el emperador y el papa en cuanto a las prioridades, éste quería que se esclareciesen los puntos doctrinales (en contra de los reformadores), mientras que Carlos V estaba mucho más interesado en la imprescindible reforma disciplinar de la Curia y del clero.  Finalmente prevaleció una solución salomónica propuesta por el obispo Tomás Campeggio: el 22 de enero de 1546 se decidió que ambos aspectos se abordarían en paralelo por parte de diferentes comisiones.

El reglamento de funcionamiento fue establecido por los propios conciliaristas. A diferencia de lo admitido en los concilios del siglo anterior, solamente los obispos, los generales de Órdenes religiosas y los representantes de congregaciones de monjes tendrían voto. En cambio, a los obispos alemanes sólo se les permitió participar por medio de un representante que carecería de voto decisivo. Las discusiones se llevarían a cabo en tres niveles, congregaciones de teólogos, congregación general y sesiones solemnes: 

... había en primer lugar las «congregaciones de teólogos», que en definitiva servían para informar a los prelados con derecho a voto. Estaban compuestas por competentes teólogos sin dignidad episcopal (...) Constituía el segundo grado la congregación general de todos los prelados con derecho al voto (...) En estas reuniones daba cada uno su «votum» sobre las cuestiones dogmáticas o de reforma, originándose a menudo animados debates. La formulación de los decretos estaba encargada a delegaciones elegidas al efecto, aunque a veces asumían este papel los legados, asesorados por técnicos. En las sesiones solemnes (...) se limitaban a votar sobre los decretos presentados ya en forma definitiva (...) el derecho de proposición, es decir, la determinación del orden del día, competía a los legados, sin embargo, todos los miembros, así como los enviados de las potencias acreditados cerca del concilio, podían presentar ponencias a la dirección (Jedin, p. 116-117).

 

El desarrollo del Concilio

 

El concilio tuvo un curso notablemente accidentado, y se desarrolló en tres fases con un total de 25 sesiones solemnes: la primera fase del 13 de diciembre de 1545 al 2 de junio de 1547 (10 sesiones);  la segunda del 1 de mayo de 1551 al 28 de abril de 1552 (6 sesiones) y la tercera del 17 de enero de 1562 al 4 de diciembre de 1563 (9 sesiones). He aquí la lista de los temas dogmáticos tratados, según Hughes: 

DOCTRINA SESION FECHA CÁNONES DECRETOS
 Las fuentes de la revelación 4 8 de abril de 1546 -- 1
 El pecado original 5 7 de junio de 1546 5 4
 La Justificación 6 13 de enero de 1547 33 16
 Los sacramentos en general 7 3 de marzo de 1547 13 1
 El bautismo 7 3 de marzo de 1547 14 --
 La confirmación 7 3 de marzo de 1547 3 --
 La eucaristía (misa) 13 11 de octubre de 1551 11 8
 La penitencia (confesión) 14 25 de noviembre de 1551 15 15
 La extremaunción 14 25 de noviembre de 1551 4 3
 La eucaristía (misa) 21 16 de junio de 1562 4 3
 La eucaristía (misa) 22 9 de septiembre de 1562 9 4
 La ordenación 23 14 de julio de 1563 8 3
 El matrimonio 24 11 de noviembre de 1563 12 1
 El Purgatorio 25 4 de diciembre de 1563 -- 1
 Santos, reliquias e imágenes 25 4 de diciembre de 1563 -- 3
 Las indulgencias 25 4 de diciembre de 1563 -- 1

  

 

Primera etapa del Concilio (1545-1547)

 

La primera fase del Concilio comenzó, como se dijo, con alrededor de 30 obispos; gradualmente se agregaron otros hasta alcanzar 68. En la segunda fase (1551-1552) el número osciló entre 44 y 51. En el tercer y último período reanudaron el concilio 105 obispos, se agregaron otros hasta sumar 228 en la sesión 24ª , mientras que en la siguiente y final sesión hubo 176.  En suma, durante la mayor parte de este prolongado concilio, decisivo en el curso posterior de la Iglesia de Roma y de la cristiandad toda, hubo menos de 70 obispos. Como comparación, cabe recordar que en el primer concilio ecuménico (Nicea, 325) se reunieron 318 obispos, y en el cuarto (Calcedonia, 451) aproximadamente 600.  A pesar de ello, el Concilio no vaciló en autocalificarse oficialmente como “sacrosanto, ecuménico y universal”. En la sesión 3ª del 4 de febrero adoptó como credo  el muy ortodoxo denominado “Símbolo Niceno-Constantinopolitano”

 

Autoridad equivalente de las Escrituras y la Tradición apostólica

 

En la 4ª sesión del 8 de abril de 1546, el Concilio estableció la validez de la denominada “tradición apostólica” en un mismo nivel de autoridad que las Escrituras:

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, proponiéndose siempre por objeto, que exterminados los errores, se conserve en la Iglesia la misma pureza del Evangelio, que prometido antes en la divina Escritura por los Profetas, promulgó primeramente por su propia boca. Jesucristo, hijo de Dios, y Señor nuestro, y mandó después a sus Apóstoles que lo predicasen a toda criatura, como fuente de toda verdad conducente a nuestra salvación, y regla de costumbres; considerando que esta verdad y disciplina están contenidas en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas, que recibidas de boca del mismo Cristo por los Apóstoles, o enseñadas por los mismos Apóstoles inspirados por el Espíritu Santo, han llegado como de mano en mano hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres católicos, recibe y venera con igual afecto de piedad y reverencia, todos los libros del viejo y nuevo Testamento, pues Dios es el único autor de ambos, así como las mencionadas tradiciones pertenecientes a la fe y a las costumbres, como que fueron dictadas verbalmente por Jesucristo, o por el Espíritu Santo, y conservadas perpetuamente sin interrupción en la Iglesia católica (negritas añadidas).[4]

Evidentemente esto era una respuesta a la doctrina de la autoridad suprema de la Biblia (Sola Scriptura) enarbolada por Lutero y todos los reformadores. Como quiera que la identidad y el alcance de la supuesta “tradición apostólica” no se delimitó en absoluto, la declaración dejó abierto el camino para una serie de doctrinas extra e incluso antibíblicas.

 

El canon de las Escrituras

Un hecho extraño en la historia del cristianismo es que ninguno de los grandes concilios ecuménicos de la antigüedad declaró de manera inequívoca el canon de la Biblia, es decir la lista de libros que constituyen las Sagradas Escrituras. El reconocimiento del canon del Nuevo Testamento, tal como lo conocemos hoy, aparece por primera vez en una carta de Atanasio, obispo de Alejandría, en 367. Aunque obviamente Lutero no consideraba las epístolas de Judas, de Santiago y a los Hebreos ni el Apocalipsis al mismo nivel que el resto de los libros del Nuevo Testamento, tampoco se atrevió a excluirlos. En general los reformadores recibieron los 27 libros del Nuevo Testamento reconocidos como canónicos al menos desde el tiempo de Atanasio.

El canon del Antiguo Testamento era más problemático, porque los manuscritos bíblicos de origen cristiano solían incluir un número variable de libros que los hebreos nunca recibieron como Escritura inspirada. En sínodos regionales reunidos en el norte de África a fines del siglo IV se había propuesto la inclusión de estos libros, a veces llamados “apócrifos” y a veces “eclesiásticos”.  Asimismo, presuntos documentos papales de la época (probablemente fraguados con posterioridad) parecían apoyar la inclusión.

No obstante, el hecho de que no había consenso (mucho menos una decisión final) se evidencia en que Jerónimo, al producir la versión latina concluida en el siglo V que más tarde se conoció como la Vulgata, estableció una clara diferencia entre el canon hebreo de 39 libros (la hebraica veritas) y los libros apócrifos. Consideraba estos últimos como útiles para la edificación e instrucción, pero no para basar doctrinas en ellos. La enorme influencia de Jerónimo en Occidente perduró durante toda la Edad Media. Incluso durante el mismo siglo XVI, sostuvieron esta posición eminencias católicas tan importantes como los Cardenales ya mencionados Cisneros y Cayetano,  ambos sobresalientes eruditos bíblicos.

A pesar de todos estos antecedentes, en Trento se resolvió incluir algunos de los libros apócrifos en el canon. Westcott (p. 255-256) explica lo siguiente:

El asunto de la Sagrada Escritura y la Tradición fue entonces traído para su discusión preliminar el 12 de febrero. Cuatro artículos tomados de los escritos de Lutero fueron propuestos a consideración o más bien para su condenación. De estos, el primero afirmaba que la Escritura sola (sin tradición) era la única y completa fuente de doctrina; el segundo que solamente el canon hebreo del Antiguo Testamento y los libros reconocidos del Nuevo Testamento debían ser admitidos como provistos de autoridad. Estos dogmas fueron discutidos por cerca de treinta eclesiásticos en cuatro reuniones. Sobre el primer punto hubo un acuerdo general. Se admitió que la tradición era una fuente de doctrina coordinada con la Escritura. Sobre el segundo punto hubo gran variedad de opiniones. Algunos propusieron seguir el juicio del Cardenal Cayetano y distinguir dos clases de libros como, se argumentó, había sido la intención de Agustín. Otros deseaban trazar la línea de distinción aún más exactamente, y formar tres clases, (1) los Libros Reconocidos, (2) los Libros Disputados del Nuevo Testamento, como habiendo sido luego generalmente recibidos, [y] (3) los Apócrifos del Antiguo Testamento. Un tercer partido deseaba dar una mera lista, como la de Cartago, sin ninguna definición adicional de la autoridad de los libros incluidos en ella, de modo de dejar el asunto abierto todavía. Un cuarto partido, influenciado por una falsa interpretación de las decretales papales previas, insistió en la ratificación de todos los libros del canon ampliado como de autoridad igualmente divina. La primera opinión luego se fusionó con la segunda, y el 8 de marzo se confeccionaron tres minutas comprendiendo las tres opiniones persistentes. Estas fueron consideradas privadamente, y el 15 [de marzo] la tercera fue aceptada por una mayoría de voces. El decreto en el cual fue finalmente expresada fue publicada el 8 de abril, y por primera vez la cuestión del contenido de la Biblia fue hecho un artículo absoluto de fe y confirmado con un anatema (negritas añadidas).

El texto conciliar dice:

Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos, para que nadie pueda dudar cuales son los que reconoce este sagrado Concilio. Son pues los siguientes. Del antiguo Testamento, cinco de Moisés: es a saber, el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué; el de los Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes; dos del Paralipómenon; el primero de Esdras, y el segundo que llaman Nehemías; el de Tobías; Judith; Esther; Job; el Salterio de David de 150 salmos; los Proverbios; el Eclesiastés; el Cántico de los cánticos; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías con Baruch; Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel; Amos; Abdías; Jonás; Micheas; Nahum; Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacharías, y Malachías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo. Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan; los hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan. Si alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros, con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se hallan en la antigua versión latina llamada Vulgata; y despreciare a sabiendas y con ánimo deliberado las mencionadas tradiciones, sea excomulgado.

Los “cuatro [libros] de los Reyes”  incluyen 1 y 2 Samuel; “Paralipómenon” es otro nombre de 1 y 2 Crónicas. Como puede verse, se incluyen algunos de los libros apócrifos como Judith, Tobías, Baruc, 1 y 2 Macabeos, Sabiduría y Eclesiástico o ben Sirá (no confundir con Eclesiastés)[5]. Esta decisión, hecha obligatoria para toda la Iglesia, fue sancionada por 24 votos a favor, con 15 votos en contra y 16 abstenciones.

             

La Vulgata de Jerónimo es declarada “auténtica”

En el mismo decreto, se estableció que la versión de Jerónimo “se tenga por [auténtica] en las lecciones públicas, disputas, sermones y exposiciones, esta misma antigua edición Vulgata, aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos; y que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla.” Por “auténtica” debe entenderse, según Jedin, libre de errores doctrinales.[6] Esta decisión se adoptó aun cuando todos los medianamente informados sabían que la Vulgata estaba necesitada de una amplia revisión luego de su corrupción a lo largo de los siglos. Además, en ese tiempo ya se contaba con ediciones impresas del Antiguo y Nuevo Testamento en sus lenguas originales, gracias a los esfuerzos de Cisneros y Erasmo. 

 

La Iglesia de Roma reserva para sí la autoridad para interpretar la Biblia

La siguiente parte de la declaración iba en contra de la tesis de los Reformadores a favor del libre examen de las Escrituras: 

Decreta además, con el fin de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimiento de los santos Padres, aunque en ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpretaciones (negritas añadidas).

En otras palabras, la Iglesia de Roma reservaba para sí el derecho exclusivo de la auténtica interpretación de las Escrituras. La mención del “unánime consentimiento de los Padres” es obviamente insostenible, toda vez que existen pocos temas doctrinales en los que pueda demostrarse la unanimidad de los Padres. Además, de hecho la Iglesia de Roma ya había hecho artículos de fe cosas en las que los Padres discrepaban, como los sacramentos, y más tarde proclamó dogmas, como el de la infalibilidad papal y la inmaculada concepción de María, que no hallan ni siquiera consenso, mucho menos unanimidad, entre los autores cristianos antiguos.

 

Se prohíben ediciones de la Biblia no autorizadas por los obispos

Para evitar la difusión de las Escrituras por parte de los Protestantes, decidió el Concilio:

Y queriendo también, como es justo, poner freno en esta parte a los impresores, que ya sin moderación alguna, y persuadidos a que les es permitido cuanto se les antoja, imprimen sin licencia de los superiores eclesiásticos la sagrada Escritura, notas sobre ella, y exposiciones indiferentemente de cualquiera autor, omitiendo muchas veces el lugar de la impresión, muchas fingiéndolo, y lo que es de mayor consecuencia, sin nombre de autor; y además de esto, tienen de venta sin discernimiento y temerariamente semejantes libros impresos en otras partes; decreta y establece, que en adelante se imprima con la mayor enmienda que sea posible la sagrada Escritura, principalmente esta misma antigua edición Vulgata; y que a nadie sea lícito imprimir ni procurar se imprima libro alguno de cosas sagradas, o pertenecientes a la religión, sin nombre de autor; ni venderlos en adelante, ni aun retenerlos en su casa, si primero no los examina y aprueba el Ordinario; so pena de excomunión, y de la multa establecida en el canon del último concilio de Letran.  

En la práctica, esto demoró la difusión de la Biblia en los países católicos, en particular de traducciones a las lenguas vernáculas. Baste mencionar que la primera traducción católica al español basada en los textos hebreos y griegos (Nácar-Colunga, 1944) se publicó casi cuatro siglos después que su homóloga protestante (Casiodoro de Reina, 1569).

 

El pecado original

En la sesión 5ª del 7 de junio de 1546 se trató sobre el pecado original en una forma bastante ortodoxa y bíblica, con la importante excepción que establecía que el bautismo, incluso de recién nacidos, quitaba el pecado original:

Si alguno niega que se perdona el reato del pecado original por la gracia de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo; o afirma que no se quita todo lo que es propia y verdaderamente pecado; sino dice, que este solamente se rae, o deja de imputarse; sea excomulgado.

No obstante, reconocía y afirmaba el Concilio la persistencia de la concupiscencia o tendencia al pecado en los bautizados. El documento dejaba explícita y prudentemente fuera de consideración la ausencia de pecado original en María la madre de Jesús, doctrina que no fue definida sino hasta 1854 en la bula Ineffabilis Deus de Pío IX

 

La justificación

Junto con Sola Scriptura y el derecho al libre examen, la justificación por la fe constituía una de las doctrinas centrales de la Reforma. No debe sorprender entonces que la justificación fuera el siguiente tema a ser tratado, en la 6ª sesión del 13 de enero de 1547, la cual “se expuso en forma positiva en 16 capítulos doctrinales; en 33 cánones a ellos subordinados se condenaban los errores contrarios” (Jedin, p. 119). No sólo se condenaban los presuntos errores de los Reformadores, sino los de herejes antiguos como Pelagio.

El Concilio declaró que ni la naturaleza ni la Ley mosaica podían obrar la justificación. Por otra parte, los hombres pueden predisponerse a ella, por ejemplo oyendo el Evangelio y aborreciendo el pecado. No obstante, el Concilio enseña que la justificación se debe enteramente a la gracia de Dios:

Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe, y gratuitamente; se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y ha expresado el perpetuo consentimiento de la Iglesia católica; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.

La diferencia con los Reformadores no concierne, pues, a la absoluta necesidad de la gracia divina, sino a otros tres aspectos, a saber: 1) la posibilidad de una disposición o cooperación de la voluntad humana (ya mencionada); 2) la seguridad de estar justificado y 3) la naturaleza misma de la justificación. En cuanto al punto 2) declaró el Concilio:

Contra la vana confianza de los herejes.

Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se han perdonado, sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de Jesucristo; sin embargo no se puede decir que se perdonan, o se han perdonado a ninguno que haga ostentación de su confianza, y de la certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta: pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla en nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia católica, esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en su interior, sin el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su propia debilidad e indisposición; pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios. (negritas añadidas).

Todavía más grave es la confusión concerniente a la naturaleza de la justificación, que según los obispos tridentinos:

no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna. (...) Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad (negritas añadidas).

En otras palabras, aquí se confunde la justificación, que es un acto divino por el cual el pecador es declarado justo en virtud de los méritos de Cristo, con la santificación, la cual es un proceso que dura toda la vida y por el cual somos conformados a la imagen de Cristo. La justificación no admite grados; se es justificado o no. Por el contrario, la santificación es intrínsecamente gradual.

Un examen atento de lo expuesto por Pablo a los Romanos (capítulos 4 al 8) clarifica la diferencia. Dicho de otro modo, los Reformadores sostenían que la justicia le era imputada al pecador, quien era declarado justo sin haber llegado a serlo; mientras que según Trento la justicia era otorgada o infundida. Tras confundir la justificación con la santificación, los obispos de Trento consecuentemente enseñaron que era posible “mediante la observancia de los mandamientos de Dios, y de la Iglesia” aumentar la justificación ya obtenida (Cap. 10).

 

Doctrina sobre los sacramentos

La iglesia medieval exaltó desmesuradamente el papel de los sacramentos como medios de gracia. En una iglesia ritualista y clerical, los sacramentos, cuya administración estaba con pocas excepciones reservada a los sacerdotes, eran un instrumento de poder. No debe sorprender, pues, que se dedicase a este tema una parte desproporcionadamente prolongada del Concilio.

En la Sesión 7ª del 3 de junio de 1547, se aprobaron las declaraciones sobre los sacramentos en general, el bautismo y la confirmación. Sobre los sacramentos en general, los cánones más interesantes reafirman el número de siete y su eficacia ex opere operato, es decir, su capacidad de conferir, en virtud del acto mismo, la gracia que simbolizan.

CAN. I. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no fueron todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor; o que son más o menos que siete, es a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio; o también que alguno de estos siete no es Sacramento con toda verdad, y propiedad; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no contienen en sí la gracia que significan; o que no confieren esta misma gracia a los que no ponen obstáculo; como si sólo fuesen señales extrínsecas de la gracia o santidad recibida por la fe, y ciertos distintivos de la profesión de cristianos, por los cuales se diferencian entre los hombres los fieles de los infieles; sea excomulgado.

Es obvio que el número de siete sacramentos instituidos por Cristo mismo solamente se puede defender cuando se admite que la Iglesia de Roma sea árbitro exclusivo de lo que realmente dice la Escritura y atestigua la tradición. Solamente dos de los siete, a saber, bautismo y eucaristía, fueron inequívocamente establecidos por el Señor mismo. Por lo demás, la Escritura tampoco proporciona apoyo a la eficacia mágica de los sacramentos que supone el concepto ex opere operato.

De los varios cánones sobre el bautismo, merecen destacarse el que proclama que la Iglesia de Roma posee la auténtica doctrina sobre el bautismo, y el que establece la validez del bautismo realizado por los herejes, con ciertas restricciones:

CAN. III. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las iglesias, verdadera doctrina sobre el sacramento del Bautismo; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que el Bautismo, aun el que confieren los herejes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero Bautismo; sea excomulgado.

Sobre la confirmación, sacramento instituido sobre dudosa base escritural, baste recordar el siguiente canon, dirigido contra quienes justificadamente lo cuestionaban:

CAN. I. Si alguno dijere, que la Confirmación de los bautizados es ceremonia inútil, y no por el contrario, verdadero y propio Sacramento; o dijere, que no fue antiguamente mas que cierta instrucción en que los niños próximos a entrar en la adolescencia, exponían ante la Iglesia los fundamentos de su fe; sea excomulgado.

Tras el deceso de un obispo causado por tifus exantemático, los obispos que recelaban de la influencia del emperador tuvieron una buena excusa para abandonar la ciudad de Trento y trasladar el Concilio a Bolonia, ciudad perteneciente a los estados pontificios. Esto se decidió el 11 de marzo de 1547. Entre tanto el emperador, de acuerdo con el Papa, libraba la guerra contra los príncipes protestantes de la Liga de Esmalcalda con buen éxito. El 24 de abril fue derrotado y hecho prisionero el enemigo más peligroso, Juan Federico de Sajonia.

Por otra parte, el traslado del Concilio fue un error garrafal. Muchos de los obispos, principalmente españoles leales a Carlos V, se quedaron en Trento, y aunque las discusiones de Bolonia se prolongaron durante varios meses, no resultó de ellas ningún decreto. Siguió una puja entre el Papa por una parte, que exigía que los obispos se trasladasen a Bolonia, y el emperador y los obispos que estaban en Trento, que reclamaban la reanudación del Concilio en esa ciudad.

En la dieta de Ausburgo, el emperador hizo aprobar un estatuto de reforma para los católicos (que en la práctica no pudo realizarse por falta de sacerdotes en cantidad y calidad apropiada) y otorgó ciertas concesiones a los protestantes, quienes a su vez se comprometieron, bajo ciertas condiciones de hecho imposibles, a participar del Concilio en Trento. Así las cosas, falleció el Papa Paulo III el 10 de noviembre de 1549.

 

Segunda etapa del Concilio (1551-1552)

 

Para suceder a Paulo III, el 8 de febrero de 1550 fue nombrado Juan María Ciocchi del Monte, quien había presidido el Concilio como legado del difunto Papa. Ciocchi, que adoptó el nombre de Julio III (1550-1555) autorizó en 1551 la reanudación del Concilio en Trento. Esto se hizo efectivo el 1 de mayo, aunque con escasa actividad hasta la llegada de obispos alemanes en septiembre.

 

Presencia real de Cristo en la eucaristía

En la Sesión 13ª del 11 de octubre se declaró la dudosa doctrina de la presencia real de Cristo en la eucaristía.

En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles; pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro Salvador este siempre sentado en el cielo a la diestra del Padre según el modo natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su presencia, y en su propia substancia en otros muchos lugares con tal modo de existir, que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible a Dios, y debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la verdadera Iglesia de Cristo, y han tratado de este santísimo y admirable Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena, cuando después de haber bendecido el pan y el vino; testificó a sus Apóstoles con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio cuerpo y su propia sangre. Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los santos Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol san Pablo, incluyen en sí mismas aquella propia y patentísima significación, según las han entendido los santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido figurado, ficticio o imaginario; por el que niegan la realidad de la carne y sangre de Jesucristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia, que siendo columna y apoyo de verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones excogitadas por hombres impíos, y conservado indeleble la memoria y gratitud de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo (negritas añadidas).

CAN. II. Si alguno dijere, que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía queda substancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; y negare aquella admirable y singular conversión de toda la substancia del pan en el cuerpo, y de toda la substancia del vino en la sangre, permaneciendo solamente las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia católica propísimamente llama Transubstanciación; sea excomulgado (negritas añadidas).

Esta doctrina se basa en una interpretación hiperliteral de las palabras de Cristo, que supone varios milagros de los cuales nada dice la Escritura. En primer lugar, que en la última Cena, Jesucristo transformó el pan y el vino sobre los cuales dio gracias en su propio cuerpo y sangre literales, antes de morir en la cruz. Segundo, que posteriormente cualquier sacerdote que consagre el pan y el vino obra (por la gracia de Dios) la misma transformación. Tercero, que a diferencia de todos los demás milagros atestiguados en las Escrituras, esta transformación no modifica el aspecto externo de los elementos. Por supuesto, esta doctrina es lo que justifica la idolátrica práctica de la adoración de las hostias consagradas.

No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo ... (negritas añadidas).

 

Sacramentos de penitencia y extremaunción

En la sesión 14ª del 25 de noviembre de 1551 se sostuvo la doctrina sobre los sacramentos de penitencia (confesión auricular) y extremaunción, hoy llamada unción de los enfermos. Sobre la penitencia como sacramento decía el Concilio:

El Señor, pues, estableció principalmente el sacramento de la Penitencia, cuando resucitado de entre los muertos sopló sobre sus discípulos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que perdonáreis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis. De este hecho tan notable, y de estas tan claras y precisas palabras, ha entendido siempre el universal consentimiento de todos los PP. que se comunicó a los Apóstoles, y a sus legítimos sucesores el poder de perdonar, y de retener los pecados al reconciliarse los fieles que han caído en ellos después del Bautismo; y en consecuencia reprobó y condenó con mucha razón la Iglesia católica como herejes a los Novicianos, que en los tiempos antiguos negaron pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Y esta es la razón porque este santo Concilio, al mismo tiempo que aprueba y recibe este verdaderísimo sentido de aquellas palabras del Señor, condena las interpretaciones imaginarias de los que falsamente las tuercen, contra la institución de este Sacramento, entendiéndolas de la potestad de predicar la palabra de Dios, y de anunciar el Evangelio de Jesucristo.

Desde luego, no puede invocarse otra razón que la autoridad interpretativa que la Iglesia de Roma se atribuye para tornar esas palabras de Cristo en un sacramento que supone la confesión privada de los pecados a un sacerdote para que éste determine la correspondiente penitencia y pronuncie judicialmente la absolución. Sin embargo, este sacramento es muy importante en el sistema romano, ya que además de otorgar una autoridad singular a cada presbítero, exige alguna forma de penitencia y sirve para justificar el sistema de indulgencias.

Con respecto a la naturaleza sacramental de la unción de los enfermos, por su parte, seguramente se tuvo en cuenta que Lutero la consideraba una mera ceremonia desprovista de categoría de sacramento. Nuevamente, no hay ninguna institución por parte del Señor, simplemente en su carta Santiago recomienda que se ore por los enfermos y se los unja con aceite.

Finalmente los protestantes se hicieron presentes en Trento en 1552, pero las negociaciones llevadas a cabo tanto en forma ostensible como encubierta no llegaron a nada concreto. A todo esto, una nueva guerra iniciada por el príncipe Mauricio de Sajonia y la enfermedad del legado papal llevaron a una nueva suspensión del concilio el 28 de abril de 1552.

 

Tercera y última etapa del Concilio (1562-1563)

 

Julio III murió en 1555. Tras el brevísimo pontificado de Marcelo II (9 de abril a 1 de mayo de 1555), le sucedió Paulo IV (1555-1559,  quien no tuvo el menor interés en reiniciar el accidentado Concilio. No obstante, los acontecimientos en Francia llevaron a que el siguiente Papa, Pío IV (1559-1565) decretase la reanudación. En efecto, mientras que antes el problema era principalmente el protestantismo en Alemania, el avance del movimiento en Francia, inspirado por Calvino desde Ginebra, se había vuelto muy preocupante para los obispos galos. El 18 de enero de 1562 se reabrió el sínodo con la presencia de 113 obispos.

Tras una serie discusión interna por un tema de disciplina que amenazó dividir el Concilio (si la obligación de los obispos de residir en sus diócesis era de derecho divino o no) se aprobaron más decisiones dogmáticas sobre la eucaristía.

 

Presencia de Cristo bajo cada una de las especies eucarísticas

Desde la Edad Media, la comunión de los laicos se hacía sólo con pan, y aunque no estaba prohibido que compartieran asimismo el vino, había que justificar la práctica de la comunión en una sola especie. He aquí algunos de los cánones correspondientes a la 21ª Sesión del 16 de junio de 1562:

CAN. I. Si alguno dijere, que todos y cada uno de los fieles cristianos están obligados por precepto divino, o de necesidad para conseguir la salvación, a recibir una y otra especie del santísimo sacramento de la Eucaristía; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que no tuvo la santa Iglesia católica causas ni razones justas para dar la comunión sólo en la especie de pan a los legos, así como a los clérigos que no celebran; o que erró en esto; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno negare, que Cristo, fuente y autor de todas las gracias, se recibe todo entero bajo la sola especie de pan, dando por razón, como falsamente afirman algunos, que no se recibe, según lo estableció el mismo Jesucristo, en las dos especies; sea excomulgado (Concilio de Trento- Documentos; negritas añadidas).

También se dispuso que no era necesario de que los niños pequeños participaran de la eucaristía (Canon IV).

 

La eucaristía es un verdadero sacrificio

En la sesión siguiente (22ª, del 9 de setiembre de 1562) se esclareció dogmáticamente la doctrina de la eucaristía o misa como sacrificio, que no sólo conmemora sino que en un sentido real reitera la inmolación de Cristo en la cruz. He aquí lo más sobresaliente de los correspondientes cánones:

CAN. I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en mi memoria, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su sangre; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es solo sacrificio de alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras necesidades; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que se comete blasfemia contra el santísimo sacrificio que Cristo consumó en la cruz, por el sacrificio de la Misa; o que por este se deroga a aquel; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, que es impostura celebrar Misas en honor de los santos, y con el fin de obtener su intercesión para con Dios, como intenta la Iglesia; sea excomulgado.

(Concilio de Trento- Documentos).

Se niega explícitamente que el presunto sacrificio eucarístico sea sólo alabanza, acción de gracias, comunión y recordatorio del sacrificio real de Cristo en la cruz. Desde luego esta doctrina queda descalificada de plano por el tenor general del Nuevo Testamento y en particular por la epístola a los Hebreos.

Además se enseña dogmáticamente que las misas aprovechan no solamente a los vivos, sino también a los que han muerto en Cristo y aguardan su purificación en el Purgatorio, y también sirven para rogar la intercesión de los santos, nociones por completo ajenas a las Escrituras.

Una vez establecidos estos puntos, se volvió al tema de la residencia episcopal, sumado a otro problema serio que había quedado sin resolver, a saber: si todos los obispos son sucesores de los Apóstoles ¿cómo se explica la primacía papal? Este asunto provocó una crisis tan grave que amenazó hacer naufragar el Concilio. No obstante, con menos de una semana de diferencia fallecieron ambos legados papales (Gonzaga y Seripando) y en su lugar fueron nombrados Navagero y Giovanni Morone, quien ha sido llamado “el salvador del Concilio”, ya que mediante hábiles negociaciones logró reencauzarlo. Por fin, el 14 de julio de 1563 tuvo lugar la sesión 23ª , donde se trató la doctrina del sacramento del Orden.

 

La Iglesia tiene una jerarquía divinamente instituida

CAN. I. Si alguno dijere, que no hay en el nuevo Testamento sacerdocio visible y externo; o que no hay potestad alguna de consagrar, y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor, ni de perdonar o retener los pecados; sino sólo el oficio, y mero ministerio de predicar el Evangelio; o que los que no predican no son absolutamente sacerdotes; sea excomulgado.

...

CAN. III. Si alguno dijere, que el Orden, o la ordenación sagrada, no es propia y verdaderamente Sacramento establecido por Cristo nuestro Señor; o que es una ficción humana inventada por personas ignorantes de las materias eclesiásticas; o que sólo es cierto rito para elegir los ministros de la palabra de Dios, y de los Sacramentos; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que no se confiere el Espíritu Santo por la sagrada ordenación, y que en consecuencia son inútiles estas palabras de los Obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que el Orden no imprime carácter; o que el que una vez fue sacerdote, puede volver a ser lego; sea excomulgado.

...

CAN. VI. Si alguno dijera, que no hay en la Iglesia católica jerarquía establecida por institución divina, la cual consta de Obispos, presbíteros y ministros; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que los Obispos no son superiores a los presbíteros; o que no tienen potestad de confirmar y ordenar; o que la que tienen es común a los presbíteros; o que las órdenes que confieren sin consentimiento o llamamiento del pueblo o potestad secular, son nulas; o que los que no han sido debidamente ordenados, ni enviados por potestad eclesiástica, ni canónica, sino que vienen de otra parte, son ministros legítimos de la predicación y Sacramentos; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que los Obispos que son elevados a la dignidad episcopal por autoridad del Pontífice Romano, no son legítimos y verdaderos Obispos, sino una ficción humana; sea excomulgado.

Según el canon I, los presbíteros y obispos cumplen funciones verdaderamente sacerdotales entre Dios y los hombres, y sólo ellos pueden administrar legítimamente la mayoría de los sacramentos. El orden sagrado es un verdadero sacramento instituido por Cristo, que confiere carácter (un sacerdote una vez consagrado nunca deja de serlo). La Iglesia tiene una constitución jerárquica, en la cual los obispos son superiores a los presbíteros (hecho ausente en el Nuevo Testamento, donde “obispo” y “presbítero” son sinónimos para designar el mismo oficio). Además, los obispos reciben su dignidad episcopal no de Cristo, sino de su vicario en la tierra, el Papa.

 

El matrimonio como sacramento

En la sesión 24ª del 11 de noviembre de 1563 se votó la doctrina del matrimonio como uno de los sacramentos. La Biblia muestra que el matrimonio era una institución desde mucho antes de nacer Jesús, y en consecuencia no puede ser haber sido instituida por él durante su ministerio terrenal. No obstante, los obispos tridentinos declararon.

CAN. I. Si alguno dijere, que el Matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete Sacramentos de la ley Evangélica, instituido por Cristo nuestro Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia; y que no confiere gracia; sea excomulgado.

 

Purgatorio, santos, reliquias, imágenes e indulgencias

Estos fueron los temas doctrinales que ocuparon la última sesión del Concilio (25ª) el 4 de diciembre de 1563. La doctrina del purgatorio virtualmente mantenía los ingresos de la Iglesia mediante indulgencias y misas pagas, y no podía en modo alguno omitirse, aunque el texto dijo bastante poco. Este decreto dice

Habiendo la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, según la doctrina de la sagrada Escritura y de la antigua tradición de los Padres, enseñado en los sagrados concilios, y últimamente en este general de Trento, que hay Purgatorio; y que las almas detenidas en él reciben alivio con los sufragios de los fieles, y en especial con el aceptable sacrificio de la misa; manda el santo Concilio a los Obispos que cuiden con suma diligencia que la sana doctrina del Purgatorio, recibida de los santos Padres y sagrados concilios, se enseñe y predique en todas partes, y se crea y conserve por los fieles cristianos. Exclúyanse empero de los sermones, predicados en lengua vulgar a la ruda plebe, las cuestiones muy difíciles y sutiles que nada conducen a la edificación, y con las que rara vez se aumenta la piedad. Tampoco permitan que se divulguen, y traten cosas inciertas, o que tienen vislumbres o indicios de falsedad. Prohiban como escandalosas y que sirven de tropiezo a los fieles las que tocan en cierta curiosidad, o superstición, o tienen resabios de interés o sórdida ganancia. Mas cuiden los Obispos que los sufragios de los fieles, es a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones, las limosnas y otras obras de piedad, que se acostumbran hacer por otros fieles difuntos, se ejecuten piadosa y devotamente según lo establecido por la Iglesia; y que se satisfaga con diligencia y exactitud cuanto se debe hacer por los difuntos, según exijan las fundaciones de los testadores, u otras razones, no superficialmente, sino por sacerdotes y ministros de la Iglesia y otros que tienen esta obligación.

Como se verá, en resumen hay que enseñar que el purgatorio es real pero sin entrar en mayor detalle.

 

Las imágenes

El culto a las imágenes, originado hacia el siglo V, fue impuesto hacia 800 por el II Concilio de Nicea. El decreto de Trento dice, en parte:

Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben invocar los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que reinan en el cielo.

Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro. Además de esto, declara que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se les deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos de los concilios, y en especial en los del segundo Niceno contra los impugnadores de las imágenes (negritas añadidas).

Esta es una buena muestra de una doctrina en contra del consenso unánime de los Padres, al menos de los cuatro primeros siglos. No obstante, igual se impuso como dogma.

Finalmente, el decreto sobre las indulgencias, el abuso de las cuales había sido el disparador inmediato de la Reforma, mantuvo la doctrina al tiempo que pretendía evitar los abusos:

Habiendo Jesucristo concedido a su Iglesia la potestad de conceder indulgencias, y usando la Iglesia de esta facultad que Dios le ha concedido, aun desde los tiempos más remotos; enseña y manda el sacrosanto Concilio que el uso de las indulgencias, sumamente provechoso al pueblo cristiano, y aprobado por la autoridad de los sagrados concilios, debe conservarse en la Iglesia, y fulmina antema contra los que, o afirman ser inútiles, o niegan que la Iglesia tenga potestad de concederlas. No obstante, desea que se proceda con moderación en la concesión de ellas, según la antigua, y aprobada costumbre de la Iglesia; para que por la suma facilidad de concederlas no decaiga la disciplina eclesiástica. Y anhelando a que se enmienden, y corrijan los abusos que se han introducido en ellas, por cuyo motivo blasfeman los herejes de este glorioso nombre de indulgencias; establece en general por el presente decreto, que absolutamente se exterminen todos los lucros ilícitos que se sacan porque los fieles las consigan; pues se han originado de esto muchísimos abusos en el pueblo cristiano. Y no pudiéndose prohibir fácil ni individualmente los demás abusos que se han originado de la superstición, ignorancia, irreverencia, o de otra cualquiera causa, por las muchas corruptelas de los lugares y provincias en que se cometen; manda a todos los Obispos que cada uno note todos estos abusos en su iglesia, y los haga presentes en el primer concilio provincial, para que conocidos y calificados por los otros Obispos, se delaten inmediatamente al sumo Pontífice Romano, por cuya autoridad y prudencia se establecerá lo conveniente a la Iglesia universal: y de este modo se reparta a todos los fieles piadosa, santa e íntegramente el tesoro de las santas indulgencias.

 

Ratificación del Concilio

 

Las actuaciones del Concilio fueron confirmadas el 28 de enero de 1564. Los aspectos doctrinales contra los Reformadores habían sido formulados precisamente. Los trabajos para facilitar una reforma interna de la Iglesia de Roma, que no hemos tratado en detalle, dejaron bastante que desear. Como observa el católico Hubert Jedin (p. 119), considerado el mayor experto del siglo XX en este Concilio “Si se piensa en la unanimidad moral  con que se precisó la doctrina católica  (....) la cuestión de la reforma se distinguió por una marcada diversidad de pareceres entre el grupo hispano-imperial y la mayoría italiana” (negritas mías).  El mismo antagonismo de los italianos contra los franceses pudo verse en la última etapa. Evidentemente,  aquéllos no estaban dispuestos a perder sus privilegios. 

Por lo expuesto debe resultar obvio la importancia de conocer la historia y los resultados del Concilio de Trento en cuanto al catolicismo, al protestantismo, y al curso posterior de la historia de la Iglesia.

 

Soli Deo gloria!

         

Bibliografía selecta

 

- Concilio de Trento (Documentos). http://www.intratext.com/X/ESL0057.htm

- Denzinger, Enrique. El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres. Versión directa de los textos originales por Daniel Ruiz Bueno. Barcelona. Herder, 1963.

- Grau, José. Catolicismo Romano: Orígenes y desarrollo. Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1987 (Publicado originalmente como Gonzaga, Javier: Concilios. Grand Rapids: International Publications, 1965).

- Hughes, Philip. The church in Crisis: A History of the General Councils, 325-1870. Chapter 19, The General Council of Trent. http://www.christusrex.org/www1/CDHN/coun20.html

- Jedin, Hubert. Breve historia de los Concilios (Trad. Alejandro Ros). Barcelona: Herder, 3ª Ed., 1963.

- Kelly,  J.N.D. Oxford Dictionary of the Popes. Oxford-New York: Oxford University Press, 1986.

- López de Ayala, Ignacio (Traductor). El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento traducido al idioma castellano. Agrégase el texto latino corregido según la edición auténtica de Roma, publicada en 1564, 4ª ed. Madrid: Ramón Ruiz, 1798. http://sapiens.ya.com/jrcuadra/trento.htm

- Martina, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días (Trad. Joaquín L. Ortega). Madrid: Cristiandad, 1974, vol. 1, Epoca de la Reforma.

- Olin, John C. Catholic Reform: From Cardinal Ximenes to the Council of Trent, 1495-1563. Fordham University Press, 1990.

- Westcott, Brooke Foss. The Bible in the Church, 3rd Ed. London-Cambridge: Macmillan & co., 1870.


 


 

Referencias:

[1] La medida tenía por objeto la consolidación del poder papal por encima del conjunto de la iglesia.  Debe recordarse que el  Concilio de Constanza puso fin al Gran Cisma de 1378-1417 deponiendo a Juan XXIII y Benedicto XIII y aceptendo la abdicación de Gregorio XII.  Martín V fue elegido entonces en un cónclave extraordinario en el que participaron 22 cardenales y 30 representantes de cinco naciones. Tras clausurar el Concilio, en una Constitución del 10 de mayo de 1418, que no fue publicada, Martín V se curó en salud prohibiendo apelar a un concilio general contra una decisión papal.  

[2] Juan Mateo Giberti (1495-1543) fue un obispo excepcional por su celo pastoral, comparable al desplegado por Cisneros en España aunque de menor alcance.  Se ocupó de la predicación, la preparación de presbíteros, la atención de los necesitados, la instrucción de los jóvenes y la formación superior (mediante la creación de una academia).

[3] El decano de los legados papales era Juan María Ciocchi del Monte, un veterano de la curia y experto canonista. Los otros dos eran el inglés Pole y Marcelo Cervini, un austero teólogo que había educado a los dos nietos del Papa, a quienes éste había hecho cardenales a los quince años. Fue Pole, no obstante, quien escribió el discurso de apertura (Hughes).

[4] Excepto que se indique otra cosa, las citas textuales de los documentos conciliares provienen de la traducción de López de Ayala.

[5] Aunque los obispos de Trento creyeron haber sancionado el mismo canon que el concilio de Cartago del siglo IV, en realidad había una diferencia. En la lista de Cartago se leía “dos libros de Esdras”. Estos no son, como supusieron los de Trento, Esdras y Nehemías. En la antigua versión latina empleada por la Iglesia norafricana, Esdras y Nehemías se llamaban colectivamente “2 Esdras”.  Por el contrario, el libro 1 Esdras era un apócrifo copiado en parte de los libros canónicos de Esdras y Crónicas más material propio acerca del retorno de Zorobabel; en la Vulgata de Jerónimo, el “1 Esdras” de la antigua versión lleva el título de 3 Esdras. En la transcripción de esta decisión de Cartago que aparece en la obra clásica de Denzinger, El magisterio de la Iglesia (# 92, p. 35) se omite mencionar los dos libros de Esdras. Esto es particularmente curioso porque precisamente allí está la discrepancia entre el canon proclamado por los obispos de Cartago y el sancionado por los de Trento.  

[6] A pesar de la indiscutible autoridad de Jedin, la restricción que impone no es del todo convincente. Por otra parte, la exactitud doctrinal de la Vulgata también es cuestionable. En Génesis 3:15, la Vulgata dice “ipsa conteret” (“ella te herirá”) cuando el pronombre y el verbo hebreos son masculinos. Debiera decir “ipse conteret” (“él te herirá”). Así lo reconoce la antigua versión griega Septuaginta, que emplea el pronombre masculino (autos). La diferencia tiene obvia importancia doctrinal, concretamente por ser una referencia al Mesías, y no a toda la descendencia de Eva.


"Conoceréis la Verdad" agradece al Hermano Fernando Saraví por la cesión de este valioso material para su publicación.

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Daniel Sapia - "Conoceréis la Verdad"

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