La sucesión en el Primado

por Valentín Fábrega Escatllar  [1]

Durante los cuatro primeros siglos de cristianismo ningún padre de la iglesia interpretó Mt 16,18-19 como prueba de la institución del primado, en el sentido dogmatizado por el Vaticano I. Resulta sarcásticamente paradójico que la primera aplicación conocida del texto evangélico, de este género, aparezca nada menos que en unos escritos claramente heréticos: en la Carta de Clemente (Romano) a Santiago (el hermano de Jesús), «señor y obispo de los obispos que rige no sólo la santa iglesia de los hebreos en Jerusalén sino también todas las demás iglesias fundadas en cualquier parte por la divina providencia» (1,1). Se trata de una carta que pertenece al cuerpo de las Pseudoclementinas. Según ella Pedro forma parte de las primicias que eligió el Señor y es «el primero de los apóstoles y el primero, también, a quien Dios Padre reveló el Hijo y a quien Cristo confirió la debida bienaventuranza (Mt 16,17); él fue llamado, elegido, convertido en comensal del Señor y compañero, a modo de discípulo bueno y probadísimo; a él se le ordenó, como al más capaz de todos, iluminar la más oscura región de Occidente, mandamiento que cumplió a la perfección» (1,3). Clemente aparece como un dechado de todas las virtudes y fiel y sufrido acompañante del apóstol en sus viajes misioneros, a quien éste consagra ante toda la comunidad obispo, poco antes de morir en Roma. Pedro le confiere «a él sólo la cátedra de la predicación y doctrina» y le transfiere «la potestad recibida del Señor de atar y desatar, de suerte que todo cuanto decrete en la tierra sea decretado en el cielo, atará pues lo que conviene atar y desatará lo que conviene desatar como quien conoce con toda exactitud la ley de la iglesia» (2,1-4).

  Que este testimonio de una exégesis petrina y jurídica, a la par, de Mt 16,17-19, del siglo III, tal vez en sus primeras décadas, no haya tenido acogida entre los teólogos papalistas es muy explicable. Las Pseudoclementinas defienden un cristianismo rotundamente judeo-cristiano, en el que se impone la obligación de extirpar el paulinismo y se profesa una cristología que no concuerda con la de la iglesia católica. Y atendiendo concretamente la mencionada carta de Clemente, se hace perceptible con toda claridad que la autoridad eclesiástica de Pedro queda limitada en el Occidente mientras que Santiago, la gran figura del judeocristianismo, es erigido en primado de la iglesia universal.

  Hay que dejar transcurrir el tiempo y aguardar la segunda década del siglo V para poder dar con una versión «ortodoxa» de esta exégesis herética. Nos la ofrece el papa Zósimo [N°41, 417-418, e/Inocencio I y Bonifacio I]. Por primera vez Mt 16,17-19 sirve para fundamentar el primado del obispo de Roma:

“[...]la tradición de los padres ha conferido tanta autoridad a la sede apostólica (romana) que nadie se atreve a discrepar de su juicio, cosa que ha mantenido siempre por medio de cánones y reglas, e incluso la disciplina eclesiástica en curso, con sus leyes, ha prestado la debida reverencia al nombre de Pedro, del cual ella, a su vez, procede;  porque tan grande es la potestad que los antiguos cánones quisieron para este apóstol, de acuerdo con las opiniones de todos, basada en la misma promesa de Cristo, nuestro Dios, a fin de que desatara lo atado y atara lo suelto; y el mismo radio de poder, es concedido a los que se han hecho merecedores de heredar, con su asentimiento, su sede.” [2]

La herejía se convierte en criterio supremo de ortodoxia. Sin embargo, una conclusión se hace evidente: la afirmación del decreto Pastor eterno [3] de que la iglesia siempre ha entendido la exégesis bíblica sobre el primado tal como el documento expone (DS 1821) resulta insostenible.

  Un paso lógico para una solución correcta del problema planteado de la sucesión de Pedro es el que nos lleva a un estudio de las estructuras eclesiales nacientes tal como dejan entrever, en particular, los escritos neotestamentarios posteriores. La pregunta a contestar es de cómo discurrió realmente el proceso de jerarquización de las diversas comunidades cristianas en su primer siglo de existencia. El Nuevo Testamento nos ofrece datos suficientes para dar una respuesta, en cierto modo satisfactoria, que hace del todo innecesario una aventurada argumentación apriorística al estilo de un Perrone [4] y de la mayoría papalista del Vaticano I.

  En síntesis, el proceso de jerarquización condujo a la fusión, primero, y coordinación, después, de dos tipos distintos de autoridad eclesiástica. En las comunidades judeocristianas aparecieron los «presbíteros». Ellos actuaban como dirigentes de cada comunidad judía, sobre todo en Palestina, desde tiempos inmemoriales. En el Sanedrín jerosolimitano representaban al patriciado laico de la ciudad en contraposición con la facción sacerdotal y la de los teólogos (escribas) que componían la mencionada institución en cuyas manos se encontraban los poderes automáticos que los romanos habían cedido a los judíos palestinos (véase, por ejemplo, Mc 14,53). Debió, pues, considerarse como lo natural que también la comunidad judeocristiana se organizase de un modo semejante. En la comunidad cristiana de Jerusalén «presbíteros» rodean y asesoran a Santiago, el hermano del Señor (Hch 21,18 y cap.15). Estos presbíteros judeocristianos no son, pues, simplemente ancianos, sino los elegidos de entre los miembros de edad provecta de la comunidad para ejercer funciones directivas. Testimonio de esta jerarquización incipiente ofrecen la carta 1 Pe 5,1 y la de Santiago 5,14.

  Las comunidades paulinas parecen desconocer a los presbíteros. En ellas se encuentran como dirigentes los obispos («episkopos») y diáconos (Fil 1,1). En el mundo helenista el obispo (“epískopos”) era un funcionario inspector de la administración comunal o de determinadas asociaciones. Es lógico, pues, que las comunidades cristianas procedentes del paganismo se organizaran según ese modelo de gobierno. Lucas que, por una parte, parece situar a los presbíteros jerosolimitanos en un plan de igualdad con respecto a los apóstoles (Hch 15), parece interesado, por otra, en identificar a los presbíteros de Asia Menor con los obispos: «Mirad por vosotros [presbíteros de Efeso] y por toda la grey sobre la cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos (epískopoi)» (Hch 20,28). Algo semejante ocurre en las Cartas Pastorales, que, a su vez, reflejan un orden jerárquico más evolucionado, centrado en los cargos de los obispos, presbíteros y diáconos. Ellas dan testimonio de una paulatina fusión de la constitución presbiterial proveniente del judaísmo con la episcopal de tradición helenística.

  Tampoco  la 1 Clem deja clara la distinción entre los presbíteros y los obispos (“epískopoi”). Es más, un análisis de la terminología de la carta manifiesta que ambas designaciones son intercambiables: presbíteros (44,5) son los que han recibido el cargo episcopal (44,1 y 4), constituyeron un grupo (cf. «algunos» en 44,6); la rebelión de los corintios contestatarios se dirige contra los «presbíteros» (47,6 y 57,1); «constituidos» en el cargo de dirigentes de las comunidades son en 42,4 los «obispos» (“epískopoi”, junto con los diáconos) y en 54,2 se consideran como «constituidos» en ese cargo dirigente de la comunidad de Corinto a los «presbíteros» [5]. Por lo demás, es interesante constatar que por primera vez se asoma la concepción de que los dirigentes de la comunidad fueron constituidos «en el episcopado» directamente por apóstoles, en calidad e sucesores suyos (44, 1-2).

  Las cartas de Ignacio de Antioquia, en cambio, nos dan testimonio de una jerarquización netamente diferenciada: el obispo de la iglesia local está asistido por un colegio presbiterial y por los diáconos. El obispo es aquí un cargo desempeñado por una sola persona en cada comunidad, convertida en algo así como el vértice de la estructuración comunitaria. Se suele hablar del «episcopado monárquico», lo cual no es exacto como muestra una lectura atenta de las cartas ignacianas. Monarquía fue en el mundo helénico, tal como expuso Aristóteles, el gobierno de uno sólo, al que todos debían obediencia, excluyéndose toda participación colegiada. Tal definición no puede ser aplicada a la eclesiología de Ignacio, expuesta desde una perspectiva subjetiva y polémica al enfrentarse con predicadores itinerantes promotores de ideas que él rechaza como heréticas (Ef 9,1), o agrupaciones que califica de sectarias (Tral 6) y al criticar, al mismo tiempo, a los que tan sólo en apariencia aceptan a su obispo, pero que en el fondo prescinden de él (Magn 4). Todo eso trasluce un pluralismo cristiano muy profundo y complejo, en cuyo marco las amonestaciones del padre apostólico son más bien una manifestación de sus deseos que el reflejo fiel de la calidad circundante. Por otra parte, las relaciones entre el obispo y su presbiterado no están determinadas por la obediencia. El concepto básico que las define es el de armonía y sintonización, «como las cuerdas con la cítara» (Ef 4,1), o el de «estar de acuerdo» (Magn ,1)o, n fin, el de «complacer al obispo» (Tral 12,2). La comunidad parece tener también sus derechos, como, por ejemplo, el de elegir a un emisario a quien hay que mandar a otra iglesia local (Filad 10,1; Esm 11,2; Pol 7,2) [6].

  Ante los problemas de la sede antioquena vacante y las muchas tensiones en torno a la misma, Ignacio no expone ninguna doctrina de la «sucesión»: En la Iglesia Antioquena, durante su período de sede vacante, Dios es el pastor y Jesucristo y la caridad de los romanos su obispo (Rom 9,1) –esa caridad que en la plegaria cobra su eficiencia (Filad 10,1). Al contrario de lo expuesto en la 1 Clem, los obispos no son considerados como sucesores de los apóstoles: Las analogías Dios-obispo, apóstoles-presbítero y Cristo-diáconos constituyen una de las pocas concepciones que con regularidad se repiten en el epistolario ignaciano.

  Por lo que se refiere a la cuestión del primado, dentro del marco trazado por los escritos neotestamentarios tardíos, la Primera Carta de Pedro es el documento más digno de mención. El apóstol que aparece como autor de la carta (5,2), se llama a si mismo presbítero y exhorta como «copresbítero» a sus colegas en el presbiterado en un tono colegial (5,1). Este escrito pseudónimo es, ciertamente, revelador de la veneración creciente que la persona del apóstol despertó en las primeras generaciones cristianas de vastas regiones [7], en el sentido ya expuesto de la simbología petrina, pero nada hay en él que nos muestre la existencia, ni siquiera en germen, de una estructura eclesiástica primacial. El autor de la carta se dirige a unas comunidades dispersadas en un territorio de más de 275.000 km2 de Anatolia, por el norte de Taurus (1,1). En un modo de pensar la iglesia es, simplemente, «la fraternidad» (2,17 y 5,9), es decir, una corporación concebida, de acuerdo con los moldes jurídicos del Imperio Romano, como asociación distinta de un «colegio», por estar ubicada entre lo meramente tolerado y lo prohibido. En otros términos, ella es también «la Grey de Dios» (5,2-3), cuyo «mayoral» o pastor supremo es cristo (5,4). Él ha confiado la dirección y el cuidado de su grey a los «presbíteros», los cuales no deben comportarse «como los propietarios tiránicos de los predios» (5,3) ni deben dejarse llevar de la codicia en su tarea de ad ministrar los fondos comunes (5,2) [8].

  «Copresbítero» es el único título jerárquico elegido para Pedro no sólo en esta carta, sino en el cuerpo epistolar neotestamentario entero. Como tal, el apóstol interpela, exhortando, a sus colegas en el cargo; no pasa de una cierta posición autoritaria propia de cada exhortante. En realidad, cara presbítero ha recibido el encargo de apacentar la grey de Dios. La piedra angular y la clave de la bóveda de la iglesia, concebida como un edificio construido por el mismo Dios, es Cristo (2, 6-7). «Piedras vivientes» son todos los miembros de la iglesia (2,5) que han de constituir un «sacerdocio santo» y ofrecer a Dios «sacrificios especiales» (2,5).

  Como en Ignacio, aparece en esta carta una cierta analogía entre la designación «apóstol» (1,1) y «presbítero», siendo el tenor de la misma en todo momento marcadamente colegial. En las epístolas deuteropaulinas y en las pastorales no se menciona a Pedro para nada. La autoridad apostólica se concentra en la persona de Pablo. Sobre cualquier otro apóstol o su posible sucesor no se halla la menor alusión.

  Esta línea del paulinismo no está en contradicción con los Hechos de Lucas. En este libro, Pedro desparece antes de que Pablo realice su misión por Egeo y Europa. La estancia de Pablo, cautivo en Roma, no lleva a un nuevo encuentro de los dos apóstoles. Sólo Pablo, y no Pablo y Pedro, se encuentra al final de esta primera historia del cristianismo [9]. Ante estos resultados de la investigación del Nuevo Testamento, el exegeta católico Rudolph Pesch afirma: 

“Se puede hablar de un primado de Pedro, en diverso sentido, tanto respecto al Pedro histórico como respecto a las imágenes del Pedro del Nuevo Testamento. Sin embargo, los escritos neotestamentarios desconocen a un “sucesor” inmediato de Pedro, ignoran por completo la cuestión de una sucesión petrina." [10] 

  Sucesores de los apóstoles son, en realidad, los colegios de presbíteros en las comunidades judeocristianas y los de obispos en las que provienen del paganismo. El cargo pastoral de atender el rebaño de Cristo pasa a manos de estos colegios; «…el apostolado de Pedro así como el de Pablo, en Roma, no se presentó, de inmediato, como episcopado y ninguno de los dos apóstoles ha tenido sucesor directo en un cargo episcopal romano» [11]

  No es difícil, pues, dar un resumen de las nuevas posiciones de la exégesis neotestamentaria católica, que ha dejado de discrepar, básicamente, con la protestante. La promesa del primado a Pedro no puede ser considerada como un episodio de la vida de Jesús de Nazaret. Ella forma parte de las tradiciones surgidas en la comunidad de seguidores de Jesús sobre la experiencia pascual. Hasta qué punto tiene sus raíces en una aparición del Resucitado a Pedro, es una cuestión sobre la que no existe una respuesta unánime y las posiciones no se adecuan con las fronteras confesionales. Común es el afán de realzar la significación teológica de la persona de Pedro en la iglesia naciente, que va más allá de la muerte de este apóstol. La posición privilegiada de Pedro excluye toda idea de sucesión. La potestad de «atar y desatar» es transferida a la comunidad (Mt 18,18). La iglesia primitiva tiene a una cierta jerarquización. A medida que va desapareciendo la generación apostólica va cobrando relieve la posición de los presbíteros y de los obispos («episkopoi»), que asumen colegiadamente la dirección de las comunidades.

  Bajo un punto de vista ecuménico, la ponencia del profesor protestante U.Luz, presentada en las jornadas de la asociación internacional de exegetas neotestamentarios (SNTS), que tuvieron lugar en Milán, en Julio 1990, ofrece una buena síntesis del actual estado de la cuestión sobre el primado cetrino: 

«La palabra sobre el primado según Mt 16,17-19 ha dejado de ser hoy un centro exegético de borrascas. La exégesis está dominada por un “consenso crítico” que abarca no sólo la protestante, casi por entero, sino también, en su mayoría, la romano-católica… Forman parte de este consenso, como elementos básicos, en primer lugar, la convicción de que pedro no hubo recibido de Jesús, “directa e inmediatamente” un primado, sino que la palabra sobre la piedra tuvo lugar después de Pascua. El segundo elemento básico es que en esta palabra no se trata de un “primado propiamente de jurisdicción” de la “cabeza visible de la iglesia militante entera”, sino de una posición privilegiada, en un sentido no jurídico, de Pedro. Ella consiste, en el modo actual de ver, a lo sumo, en que Pedro es, de manera ejemplar, “portador excelente de la tradición sobre Jesús”. En tercer lugar, ha quedado claro, sobre todo gracias al libro de Cullmann sobre Pedro (Pedro. Discípulo-apóstol-mártir), que la idea de la sucesión apostólica no debe ser conectada con nuestro texto, sino que le ha sobrevenido en el curso de la historia de su interpretación» [12]

[…]

Conclusiones

La Mayoría de los padres del Vaticano I, en sus ansias de seguridad personal ante la crisis de la cosmovisión unitaria del pasado y en su búsqueda de identidad como creyentes católicos, realzaron la potestad del papa, en calidad de sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, constituido por el mismo Cristo cabeza visible suprema de la iglesia universal. Para fundamentar este dogma primacial recurrieron al texto de Ireneo sobre la preeminencia de la Iglesia Romana (III 3,1) cometiendo así un grave error de interpretación, pues, en manera alguna, este texto prueba lo que ellos pretendieron al insertarlo en la constitución Pastor eterno, es decir, que: 

[…] cualquiera que sucede a Pedro en esta cátedra [romana] obtiene, por institución del mismo Cristo el primado de Pedro en la iglesia universal. “Permanece pues lo que la verdad dispuso, y el beato Pedro, perseverando en la fortaleza recibida de piedra, no abandona el timón empuñado de la iglesia” [13]. Por esto fue siempre “necesario a causa de su extraordinaria excelencia, que toda iglesia concuerde” con la iglesia romana, “es decir, los fieles de todas partes”[…] [DS 1824].

Bien al contrario, Ireneo de Lión, como Polícrates de Efeso, Clemente Romano, Ignacio de Antioquia y Tertuliano [14], desconoció la existencia de un semejante sucesor en un primado de la iglesia universal, porque la única primicia que les garantizaba la seguridad doctrinal que también ellos anhelaban, en sus muchas controversias sobre cuestiones de fe, era la de las iglesias de sucesión apostólica. Y Roma no era para ellos, nada más ni nada menos, que una [más] de estas iglesias privilegiadas. Creyeron que había sido fundada por Pedro y Pablo y sabían que había sido el lugar de martirio de ambos apóstoles. En este sentido otorgaron a la Iglesia Romana una cierta preeminencia sobre las demás. Pero eso es todo. Lo específico de la eclesiología vaticana –la suprema potestad del papa sobre la iglesia universal como sucesor de Pedro en la sede episcopal romana- es algo que no existió en la conciencia cristiana durante los dos primeros siglos de la historia.

  El jesuita Klaus Schatz, en su reciente libro sobre el primado romano en su historia, se ve obligado a conceder:

«Si se hubiera preguntado a un cristiano de los años 100, 200 o incluso 300, sobre si el obispo de Roma está en la cabeza de todos los cristianos, sobre si existe un obispo supremo por encima de los otros obispos y que tiene la última palabra en las cuestiones que tocan a la iglesia entera, hubiera contestado con seguridad negativamente» [15].

 

Valentín Fábrega Escatllar

Extracto de "La Herejía Vaticana", (Siglo XXI de España, 1996), pp. 35-42 y 67-68.

 


Notas:

[1] Valentín Fábrega Escatllar nació en Barcelona en 1931. De jesuita se doctoró en teología (Innsbruck) y enseñó en la Facultad de Teología barcelonesa. Tras su reducción al estado laical y sus estudios de filología clásica (Bonn) y de románicas (Colonia) prosiguió su labor docente como catedrático en un instituto de segunda enseñanza y posteriormente como hispanista en la Universidad de Colonia. Ha publicado algunos estudios bíblicos y patrísticos (Jahrbuch für Antike und Christentum), de literatura catalana medieval y colabora en Actualidad Bibliográfica de Filosofía y Teología.

[2]  «Avellana Collectio», CSEL, 35,1,[nr.50],p.115; véase J.Ludwig, Die Primatworte Mt 16,18.19 in der altkirchlichen Exegese, Münster (1952), p.86.

[3] Constitución Dogmática “Pastor Aeternus” Concilio Vaticano I, Sesión IV, párrafo 2, Cap.1 párrafo 2 y Cap.3 párrafo 1.

[4] Giovanni (Juan) Perrone, jesuita. Profesor de dogma. Rector y Prefecto de estudios del Colegio Romano entre 1824 y 1876.

[5] Véase Peter Lampe, Die stadtrömischen Christen in den ersten beiden Jahrhunderten. Untersuchungen zur Sozialgeschichte, Tubinga (1989), pp.336-337.

[6] Véase Georg Schöllgen, «Monepiskopat und monarchischer Episkopat, Eine Bemerkung zur Terminologie» ZNW, 77 (1986), pp.146-151.

[7] Un estudio sobre el ámbito geográfico de esta veneración petrina nos lo ofrece Santiago Guijarro, «La trayectoria y la geografía de la tradición petrina durante las tres primeras generaciones cristianas», en Pedro en la Iglesia primitiva, ob.cit. (cap.1, nota 16), pp.17-28.

[8] Para la eclesiología de la carta, en su contexto sociológico, es de gran interés A. Puig Tärrech, «Le milieu de la premiére épitre de Pierre», RevCatTeol, 5 (1980), pp. 331-402.

[9] Martin Barrer, «Petrus im paulinischen Gemeindekreis» ZNW, 80 (1989), pp.212-213.

[10] Véase Rudolph Pesch, Simon-Petrus, Geschichte und geschichtliche Bedeutung des resten Jüngers Jesu Christi, Stuttgart (1980), pp.163. Sobre esa temática véase también su artículo: «Die Stellung und Bedeutung Petri in der Kirche des Neuen Testaments, Zur Situation der Forschung», Concilium,7 (1971),pp. 240-245.

[11] Simon-Petrus, ob.cit. pp.164-165. Esta misma conclusión expresa J.Gnilka de modo consiso: «Mateo insinúa la continuación de la tarea de Pedro. El cargo de atar y desatar tiene su prosecución en la comunidad (18,18)… Mateo no ha conocido la continuación de la tarea de Pedro por vía individual», «Tu es, Petrus. Die Petrus-Verheissung in Mt.16,17-19» MThZ, 38 (1987), pp. 15-16.

[12] «Das Primatwort Matthäus 16.17-19 aus wirkungsgeschichtlicher Sicht» ,NTSt, 37 (1991), pp. 415-416.

[13] Cita del papa León I, sermón 3,3 (ML 54,146B).

[14] El autor expone sobre cada uno en particular en las pp. 48-67 de la misma obra.

[15]  Der päpstliche Primat. Seine Geschichte von den Ursprüngen bis zur Gegenwart, Wurzburgo (1990), p.14.

 

Abreviaturas y siglas:

CSEL: Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, Viena.

DS: Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, Barcelona (1963)

ML: Migne, Patrología Latina, 217 vol., París (1878-1890)

MThZ: Münchener Theologische Zeitschrift, Munich.

RevCatTeol: Revista Catalana de Teología, Barcelona.

SNTS: Studiorum Novi Testamenti societas

ZNW: Zeitschrift für neutestamentliche Wissenschaft und lie Kunde der älteren Kirche, Berlín.

 

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