El Canon Bíblico

La formación del canon del Nuevo Testamento

por Fernando D. Saraví

 

La formación del canon del Nuevo Testamento

 Dr. Fernando D. Saraví

Iglesia de los Libres

República del Perú 1472

Las Heras 5539 Mendoza, Argentina

E-mail: [email protected]

 

1. Resumen

2. Introducción

3. En los inicios del cristianismo

4. Nuestro Nuevo Testamento

5. Testimonio de Pablo y Pedro

6. Los Padres Apostólicos

7. Progreso hacia la determinación del canon en el siglo II

7.1  Los apologistas griegos

7.2  El desafío de las herejías

7.3  La Iglesia responde a los herejes

8. Aproximación a un consenso en el siglo III

8.1  Tertuliano apela a argumentos legales

8.2  La amenaza del montanismo

8.3  Orígenes es la autoridad dominante en el siglo III

8.4  Cipriano brilla en Cartago

9. Se alcanza virtual unanimidad en el siglo IV

9.1  Eusebio resume la situación sobre el canon

9.2  Atanasio da la primera lista completa y exclusiva

9.3  Jerónimo y Agustín

10. La Reforma Protestante y el Concilio de Trento

10.1  La posición de Lutero

10.2  El Concilio de Trento ratifica el Nuevo Testamento

11. Apéndice: Los apócrifos del Nuevo Testamento

12. Bibliografía

12.1  Fuentes

12.2  Estudios y obras de referencia

 


 

1. Resumen

El canon del Nuevo Testamento es el conjunto exclusivo de libros escritos por los Apóstoles de Jesucristo y sus colaboradores inmediatos, que las iglesias cristianas han reconocido históricamente como poseedores de una autoridad suprema en cuestiones de doctrina y práctica, proveniente del hecho de haber sido inspirados por Dios de manera singular.

Si bien el canon quedó de hecho completo en el momento mismo en que se terminó de escribir el último libro que lo compone, el reconocimiento definitivo del canon por parte de la Iglesia universal fue  un proceso que requirió varios siglos.

El reconocimiento y la delimitación del canon del Nuevo Testamento no fue el resultado de la decisión de una autoridad única ni de una decisión conciliar. Algunos factores que influyeron en la delimitación cada vez más precisa del canon fueron la desaparición de los Apóstoles, la correspondencia hallada entre la doctrina recibida oralmente y el contenido de los libros que serían canónicos, el surgimiento de herejías que pretendían quitar o agregar libros, y las persecuciones en las cuales se pretendía obligar a los cristianos a entregar sus libros sagrados.

Ya a principios del siglo II se admitió en forma general la autoridad de los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, así como de las cartas del Apóstol Pablo a las iglesias. Antes de terminar dicho siglo, los Hechos, las cartas de Pablo a Timoteo, Tito y Filemón y las cartas primeras de Pedro y Juan formaban parte de la colección.

Las epístolas 2 y 3 Juan, Judas, Santiago y 2 Pedro demoraron más en ser reconocidas generalmente, en parte por su brevedad y en parte por su circulación limitada geográficamente. La epístola a los Hebreos halló cierta resistencia, en tanto que Apocalipsis era generalmente admitido por los occidentales pero –en parte por la amenaza del montanismo – era visto con recelo en el Oriente. En cambio, ciertos libros que no forman parte del canon – como la carta de Clemente a los corintios, la Didaje y El Pastor – eran considerados de autoridad apostólica en algunas regiones.

Desde mediados del siglo II comienza a formarse un amplio y heterogéneo cuerpo de literatura hoy conocido como los libros “apócrifos del Nuevo Testamento”. Si bien la mayoría de ellos afirmaba tener autoridad apostólica, por su propia naturaleza, origen sectario y contenido fantasioso o herético, nunca fueron candidatos serios para su inclusión entre las Escrituras de la antigua Iglesia universal.

Si bien durante el siglo III no hubo grandes avances,  se advierte un avance hacia un consenso general, especialmente debido a la influencia del gran biblista Orígenes. En el siglo IV, el obispo Atanasio de Alejandría proporciona la primera lista conocida conteniendo exclusivamente los 27 libros de nuestro Nuevo Testamento. Este canon fue adoptado y ratificado más tarde por Jerónimo y Agustín, por concilios regionales y diversas sedes episcopales.

En Occidente la cuestión del canon se replanteó en el siglo XVI, en la época previa y posterior a la Reforma protestante. Sin embargo, a pesar de algunas vacilaciones de Martín Lutero, los reformadores admitieron el canon histórico y, en el Concilio de Trento, los católicos hicieron lo mismo.  

 

2. Introducción

El vocablo griego kanon significa “vara” o “caña”, y por extensión regla o instrumento de medida. En sentido figurado, “norma”, “modelo” o “principio”. Aplicado a las Sagradas Escrituras, se refiere a su carácter de “regla de la fe”. Las Escrituras canónicas son aquéllas reconocidas como inspiradas por Dios y por tanto normativas para los cristianos. El canon de la Biblia es el conjunto de los libros reconocidos como normativos por las iglesias, poseedores de una autoridad única y vinculante para todos los cristianos.

Ridderbos observa que, al reconocer este canon, la Iglesia actuó conforme a la autoridad que Cristo mismo otorgó a sus primeros discípulos, los apóstoles, y que por su propia naturaleza singular como testigos del Señor, la tarea de ellos fue única, irreemplazable e irrepetible. Su labor cristalizó definitivamente en su forma escrita: 

Tal canon sólo puede ser permanente si es fijado escrituralmente. En los comienzos no existía diferencia alguna entre la tradición oral y la escrita (2 Tesalonicenses 2:15). La fijación del canon tiene entonces un carácter temporal y cualitativo: se limita a lo que lleva el sello del poder especial que Cristo confirió a los apóstoles pero que no se ha concretado aún en una limitación de la cantidad de escritos. Un círculo amplio debió estrecharse para que la tradición fuese preservada de excesos debido a errores y leyendas (...) la iglesia ha diferenciado desde un principio entre lo que sí y lo que no pertenecía a la tradición [apostólica] y finalmente ha optado únicamente por un canon escrito limitado.

(Herman Ridderbos, Historia de la salvación y Santa Escritura. La autoridad del Nuevo Testamento. Traducción de Juan L. van der Velde. Buenos Aires: Editorial Escaton, 1973, p. 54-55; cursivas en el original). 

No obstante, como veremos, el reconocimiento del canon no fue un suceso instantáneo, producto de la decisión de una autoridad centralizada, ni tampoco de un consenso formal como el proveniente de una decisión conciliar.

 

3. En los inicios del cristianismo

La Biblia cristiana consta de dos grandes partes, llamadas Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. El conjunto de los libros que componen el Antiguo Testamento fue escrito a lo largo de varias centurias y concluido siglos antes del tiempo de Jesús. La evidencia disponible indica que la existencia de un cuerpo de Escrituras hebreas normativas, o canon del Antiguo Testamento, era generalmente reconocida por los judíos en el tiempo de Jesús.

La Biblia que Jesucristo citó, y la de sus primeros discípulos, era precisamente lo que hoy llamamos “Antiguo Testamento”.  Conviene insistir en que tanto Jesús y sus discípulos, como sus interlocutores hebreos, tenían una clara noción de cuáles eran los libros tenidos por Escritura sagrada, sin necesidad de pronunciamientos oficiales sobre la extensión del canon del Antiguo Testamento. No obstante, para los cristianos el texto del Antiguo Testamento resultaba intrínsecamente incompleto sin su culminación en la revelación de Dios en Cristo, su vida, obra y resurrección.

La enseñanza de Jesús fue, hasta donde sabemos, exclusivamente por vía de la palabra hablada y el ejemplo. Durante 15 ó 20 años después de la muerte y resurrección de Jesucristo, sus discípulos predicaron el evangelio de la misma forma. Diversas circunstancias llevaron a los apóstoles y algunos de sus colaboradores a poner por escrito las enseñanzas del maestro.

Primero, la amplia región cubierta por Pablo durante sus viajes misioneros hizo que debiera comunicarse por escrito con algunas de las congregaciones que tenían problemas o planteaban dudas. Los primeros libros del Nuevo Testamento en escribirse fueron probablemente las epístolas a los gálatas y la primera a los tesalonicenses. Otras epístolas, como las dirigidas por Pablo a los romanos y a los efesios, fueron motivadas por el deseo de exponer con claridad las creencias y prácticas cristianas.

Segundo, la necesidad de proveer registros de los hechos y dichos de Jesús llevó a la composición de los Evangelios, comenzando por el de Marcos, cuyo contenido se vincula tradicionalmente con la enseñanza oral del Apóstol Pedro.

 

4. Nuestro Nuevo Testamento

En la Tabla 1 se presenta una lista de libros del Nuevo Testamento, según su género literario y en el orden que aparecen en las Biblias modernas. Nótese que los Hechos y el Apocalipsis son únicos en su género.

Los más antiguos documentos del Nuevo Testamento son al parecer las cartas de Pablo, a los gálatas y la primera a los tesalonicenses (aunque la epístola de Santiago puede disputar esa primacía), las cuales son datadas antes del año 50. Antes de sufrir el martirio hacia 67, Pablo continuó escribiendo cartas: la segunda a los tesalonicenses, las cartas a los corintios, romanos, filipenses, efesios, colosenses; y cuatro cartas llamadas Pastorales, a cristianos individuales, a saber, dos a Timoteo, una a Tito y otra a Filemón.  

El Evangelio de Marcos fue escrito hacia 65, unas tres décadas después de la ascensión de Cristo. A este libro le siguieron los Evangelios de Mateo y Lucas, que contienen casi todo el material presente en Marcos, más otros de una posible fuente tradicional compartida, quizás escrita, que no se ha conservado.

Tabla 1: El canon del Nuevo Testamento
Evangelios Hechos Epístolas Apocalipsis

Mateo

Marcos

Lucas

Juan

Hechos de los Apóstoles

De Pablo

Romanos

1 Corintios

2 Corintios

Gálatas

Efesios

Filipenses

Colosenses

1 Tesalonicenses

2 Tesalonicenses

1 Timoteo

2 Timoteo

Tito

Filemón

Católicas

Hebreos

Santiago

1 Pedro

2 Pedro

1 Juan

2 Juan

3 Juan

Judas

Apocalipsis de Juan

 

Además, tanto Mateo como Lucas aportaron dichos y hechos que no aparecen en Marcos ni en la presunta fuente común. Es probable que Mateo y Lucas se hayan completado antes del año 67.  En realidad, Lucas escribió una obra en dos partes: la primera es el Evangelio y la segunda el libro de los Hechos de los Apóstoles, que finaliza con Pablo predicando en Roma, y no menciona la muerte de este Apóstol ni la de Pedro, ocurrida en el tiempo de Nerón.

Otros escritos del Nuevo Testamento, como las epístolas de Pedro y la carta a los Hebreos, probablemente datan de la misma época. El Evangelio de Juan, las cartas atribuidas a este apóstol y el Apocalipsis se habrían escrito hacia fines del mismo siglo I.

En resumen, todo el Nuevo Testamento se escribió en un intervalo de aproximadamente cinco décadas, cuando todavía existían testigos presenciales de los dichos y hechos de Jesús de Nazareth. Quienes suponen que el intervalo transcurrido entre el tiempo de Jesús y la redacción del Nuevo Testamento fue excesivo y llevó a una falta de fidelidad histórica en estas epístolas y relatos pasan por alto dos hechos importantes.

En primer lugar, que durante todo ese período, la memoria de los dichos y hechos del Señor se conservó viva en las congregaciones cristianas en todo el imperio, donde habían sido propagadas por los Apóstoles y sus discípulos, y atesoradas por los creyentes.

En segundo lugar, que las pocas décadas transcurridas entre el ministerio terrenal de Jesús y la redacción de los libros del Nuevo Testamento es un intervalo muy breve,  históricamente hablando Por ejemplo, incluso si hoy no se tuvieran registros escritos o electrónicos de lo acontecido sobre el golpe militar que hubo en la Argentina en 1976, los principales hechos podrían reconstruirse muy aproximadamente a partir de testigos presenciales. Esta ilustración no excluye que, como cristianos, creamos también que los autores humanos del Nuevo Testamento fueron guiados por el Espíritu Santo tal como Jesús mismo lo prometió.

 

5. Testimonios de Pablo y Pedro

La certeza sobre la naturaleza inspirada y, por tanto, la autoridad divina de los escritos de los apóstoles y sus discípulos – a la par de aquéllas del Antiguo Testamento - aparece ya en libros que habrían de formar parte del canon del Nuevo Testamento. En 1 Timoteo 5:18 leemos: 

Porque la Escritura dice: No pondrás bozal al buey que trilla. Y: Digno es el obrero de su salario.

La primera parte de esta cita compuesta proviene de Deuteronomio 25:4, pero la segunda son las palabras exactas del Señor tal como aparecen en el Evangelio de Lucas 10:7. Esto indica que el tercer Evangelio ya era considerado Escritura al escribirse 1 Timoteo.

Similarmente, en la segunda epístola de Pedro, las cartas de Pablo figuran prominentemente entre las Escrituras que los falsos maestros pretendían tergiversar: 

Y considerad la paciencia de nuestro Señor como salvación; como también nuestro amado hermano Pablo os escribió, según la sabiduría que le fue dada, como también habla de esto en todas sus epístolas, en las cuales hay algunas cosas difíciles de entender, las cuales tuercen los indoctos e inconstantes (como también las otras Escrituras), para su propia perdición (2 Pedro 3:15-16).

 Es claro que estas referencias no constituyen evidencia de un canon en el sentido de una lista cerrada de libros con autoridad divina. No obstante, sugieren fuertemente que los escritos de los Apóstoles y sus colaboradores inmediatos fueron considerados tempranamente a la par con las Escrituras del Antiguo Testamento. La misma noción se infiere de las obras de los denominados “Padres Apostólicos”, que a continuación se revisan.

 

6. Los Padres Apostólicos

Con este nombre se conoce hoy a los autores cristianos de fines del siglo I y principios del siguiente, que representan el testimonio escrito más antiguo luego del propio Nuevo Testamento.  Entre ellos se incluyen Clemente de Roma, Ignacio de Antioquia, Papías de Hierápolis, Policarpo de Esmirna,  y los autores de la Didajé y la Epístola de Bernabé. Sobre el conjunto de autores de esta era, en realidad post-apostólica, observa Wescott: 

Los sucesores inmediatos de los Apóstoles no percibieron (...) que las memorias del Señor, y los escritos dispersos de Sus primeros discípulos, formarían una segura y suficiente fuente o prueba de doctrina cuando la tradición de entonces se hubiese tornado poco definida o corrupta (...) Pero aun así, ellos ciertamente tuvieron un sentido indistinto de que su propia obra era esencialmente diferente de aquella de sus predecesores (...) Ya comenzaron a separar a los Apóstoles de los escritores de su propio tiempo, como poseedores de un poder originador (...) Este hecho es de lo más significativo, pues muestra en qué manera la formación de un Nuevo Testamento fue un acto intuitivo del cuerpo cristiano, no derivado de razonamiento alguno, sino realizado en su crecimiento natural, como uno de los primeros resultados de su autoconciencia.

(Brooke Foss Wescott, The Bible in the Church. 3rd Ed. London & Cambridge: Macmillan & Co., 1870, p. 87-88, negritas añadidas).  

En la Didajé o “Doctrina de los Doce Apóstoles”, tal vez el más antiguo tratado cristiano de instrucción moral y litúrgica, aparecen dos citas explícitas del Evangelio de Mateo, y posibles alusiones al Evangelio de Juan. No hay citas ni referencias claras a las epístolas de Pablo. El autor se basa en gran medida en la tradición oral, lo cual es comprensible en un tiempo cuando, según la evidencia interna, todavía existían apóstoles y profetas itinerantes.  

Clemente de Roma fue un obispo que hacia 96 escribió una extensa carta a la Iglesia de Corinto, a raíz de algunos disturbios que allí se habían producido. Del texto se infiere que Clemente consideraba Escritura al Antiguo Testamento. Pone las palabras de Jesús en un nivel de autoridad no inferior al de los profetas, aunque no las cita como Escritura. También conoce, cita y alude a las epístolas de Pablo, en particular Romanos, Gálatas, Efesios y Filipenses, como dotadas de autoridad, aunque de nuevo, sin llamarlas Escritura. Otro tanto ocurre con Hebreos, epístola que influyó mucho en Clemente (ver especialmente 36:2-5; cf. Hebreos 1:1-3). Un sermón destinado a inculcar la santidad de vida es conocido como la Segunda epístola de Clemente pero no pertenece al obispo romano y es datada a mediados del segundo siglo. Muestra conocer los Evangelios de Mateo y Lucas, 1 Corintios y Efesios, pero su uso libre de estos junto con palabras de Jesús que no aparecen en los Evangelios sugiere la ausencia de una clara noción de canonicidad. 

Ignacio de Antioquia fue un obispo que hizo un largo viaje hacia Roma, donde murió como mártir bajo Trajano, hacia 110. Durante su travesía, escribió en Esmirna cuatro cartas y otras tres en Troas. En sólo tres ocasiones escribió Ignacio “Está escrito”, y en todas ellas se refiere al Antiguo Testamento. Con respecto al Nuevo Testamento, conoció el evangelio de Mateo y probablemente el de Juan, además de varias epístolas de Pablo.

En su carta a los cristianos de Esmirna se refiere a herejes que no han sido persuadidos ni por las profecías, ni por la ley de Moisés, ni por el evangelio” (5:1), aunque no queda claro si por “evangelio” se refiere a uno o más de los escritos canónicos que llevan tal nombre. De todos modos, Ignacio exhorta a los cristianos de Magnesia a poner “todo empeño en afianzaros en los decretos del Señor y de los Apóstoles” (Magnesios XIII:1).

En otra carta, dice que no se estima a sí mismo tanto que pretenda darles “mandatos como si fuera un apóstol” (Tralianos III:3). Meztger presenta el siguiente resumen sobre la posición de este obispo de Antioquía: 

La autoridad primaria para Ignacio era la predicación apostólica sobre la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, aunque no hacía mayor diferencia para él si aquélla era oral o escrita.  Ciertamente conoció una colección de las epístolas de Pablo, incluyendo (en el orden de frecuencia de su empleo de ellas) 1 Corintios, Efesios, Romanos, Gálatas, Filipenses, Colsenses y 1 Tesalonicenses. Es probable que conociera los Evangelios según Mateo y Juan, y quizá también Lucas. No hay evidencia de que él considerase ninguno de estos Evangelios o Epístolas como “Escritura”.

(Bruce M. Metzger, The Canon of the New Testament. Its origin, development, and significance. Oxford: Clarendon Press, 1987, p. 49). 

La Epístola de Bernabé es un tratado de autor y lugar de composición desconocidos (probablemente escrito hacia 130), destinado a mostrar cómo el plan de salvación establecido en el Antiguo Testamento se cumple en Cristo. Emplea una interpretación fuertemente alegórica con un tono singularmente antijudío. Su autor reproduce unos pocos textos que aparecen en el Evangelio de Mateo, entre ellos Mateo 22:14, al cual antepone la fórmula “está escrito” (Epístola de Bernabé IV:14).

Los escritos de Papías, obispo de Hierápolis en Asia Menor (ca. 60-130), se han perdido excepto por fragmentos conservados por Ireneo de Lyon y Eusebio de Cesarea. Papías amaba la tradición oral y escribió un extenso tratado con el título Exposición de las sentencias del Señor. En los fragmentos conservados hay una defensa de la autoridad de los Evangelios de Mateo y Marcos, aunque sin ninguna idea clara de canonicidad.

Policarpo de Esmirna, obispo y mártir (ca. 69-155), fue discípulo del Apóstol Juan. Policarpo fue el destinatario de una de las cartas de Ignacio y él mismo escribió a los cristianos filipenses una epístola que se ha conservado, cuya fecha aproximada (entre 107 y 108) es cercana al martirio de Ignacio.

La carta de Policarpo está llena de alusiones bíblicas, de las cuales aproximadamente 90% proceden del Nuevo Testamento (Mateo, Lucas, la mayoría de las epístolas paulinas, Hebreos, 1 Juan y 1 Pedro) . Aunque Policarpo no los llama “Escritura” y sólo emplea la fórmula “está escrito” con referencia a Efesios 4:26 (en XII:4) es evidente la autoridad e incluso superioridad que estas obras tienen para él. En un pasaje establece una especie de cadena de mando o jerarquía de autoridad, con Cristo a la cabeza, luego los Apóstoles “que nos predicaron el Evangelio” y finalmente los profetas del Antiguo Testamento “que, de antemano, pregonaron la venida de nuestro Señor” (6:3). 

Al igual que su amigo y colega Ignacio antes que él, Policarpo establece una clara diferencia entre la autoridad de su propia enseñanza y la del Apóstol Pablo: 

Todo esto, hermanos, que os escribo sobre la justicia, no lo hago por propio impulso, sino porque vosotros antes me incitasteis a ello. Porque ni yo ni otro alguno semejante a mí puede competir con la sabiduría del bienaventurado y glorioso Pablo, quien, morando entre vosotros, a presencia de los hombres de entonces, enseñó puntual y firmemente la palabra de la verdad; y ausente luego, os escribió cartas, con cuya lectura, si sabéis ahondar en ellas, podréis edificaros en orden a la fe que os ha sido dada. Esa fe es madre de todos nosotros, a condición que la acompañe la esperanza y la preceda la caridad...

(Carta de Policarpo a los filipenses, III:1-3. Traducción de Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos. Edición bilingüe completa, 4ª Edición. Madrid: BAC, 1979, p. 663; negritas añadidas).

En resumen, en los Padres Apostólicos se destaca con claridad la autoridad de las enseñanzas del Señor y los Apóstoles, y algunos de estos autores emplean las nuevas Escrituras cristianas, pero todavía no aparece de manera definida la noción de un canon como cuerpo exclusivo de escritos inspirados. Como observa Bruce: 

Estas citas no alcanzan como evidencia de un canon del Nuevo Testamento; ellas sí muestran que la autoridad del Señor y sus apóstoles era reconocida como no inferior a aquella de la ley y los profetas. La autoridad precede a la canonicidad; si no se les hubiese atribuido suprema autoridad a las palabras del Señor y sus apóstoles, el registro escrito de sus palabras nunca hubiera sido canonizado.

Se ha sugerido a veces que el reemplazo de la tradición oral en la iglesia por una colección escritas ha de lamentarse en ciertas maneras (...) Pero, en una sociedad como el mundo grecorromano, donde la escritura era el medio normal de preservar y transmitir material considerado digno de recordarse, la idea de confiar en la tradición oral para el registro de las obras y palabras de Jesús y los apóstoles no hubiese sido generalmente recomendable (sin importar lo que pudiesen pensar Papías y algunos otros).

(F. F. Bruce, The Canon of Scripture. Downers Grove: InterVarsity Press, 1988, p. 123).

 

7. Progreso hacia la determinación del canon en el siglo II

¿Qué hicieron las congregaciones cristianas con las nuevas Escrituras, invalorables para ellas, cuyos autores ellas conocían bien? Con toda probabilidad conservarlos celosamente y compartirlos unas con otras.

Es probable que en la primera mitad del segundo siglo ya circularan los 4 Evangelios por una parte, y las cartas de Pablo a las iglesias por otra, como colección. Poco después comenzaron a circularon juntas ambas colecciones. En una etapa posterior, los Hechos y algunas de las cartas llamadas católicas por no estar dirigidas a ninguna congregación o individuo en particular, formaron una tercera división.

Un factor que probablemente influyó en la formación de colecciones fue la transición del empleo de rollos al códice, precursor del libro moderno. El formato de rollo limitaba la extensión del escrito que podía copiarse en él. Por ejemplo, por su extensión, el Evangelio de Lucas y su continuación, los Hechos de los Apóstoles, requerirían cada uno un rollo. En cambio, un códice formado por páginas de papiro o pergamino individuales cosidas, permitía incluir volúmenes manuscritos mucho mayores, incluso toda la Biblia. Adicionalmente, el formato de códice contribuyó a establecer el orden tradicional de los libros.

También durante el siglo II, la mayoría de las Iglesias admitieron Hechos, 1 Pedro y 1 Juan como parte de las Escrituras. No obstante, algunos escritos del Nuevo Testamento no eran universalmente aceptados aún; concretamente las cartas más breves de Juan (2 y 3 Jn), Santiago, Judas y 2 Pedro. Los occidentales admitían el Apocalipsis pero muchos orientales no. Con Hebreos ocurría al revés: los orientales la aceptaban pero no los occidentales. Por su parte, las cartas pastorales (1 y 2 Timoteo, Tito) tampoco eran universalmente admitidas, y puede que no fueran conocidas en algunas iglesias.

El reconocimiento del canon del Nuevo Testamento no fue un acontecimiento, sino un proceso, no exento de prueba y error. Algunos libros como El Pastor, de Hermas, la Epístola de (Pseudo) Bernabé, la Didajé, la primera carta de Clemente a los corintios y el Apocalipsis de Pedro son algunas de las obras que eran estimadas por algunos como dignas de ser contadas entre las Escrituras. En contraste, como antes se dijo, algunos libros que componen el Nuevo Testamento todavía no habían sido aceptados universalmente. Por otra parte, también se generó, a partir de mediados del segundo siglo, un caudal de escritos de grupos cristianos marginales, que nunca fueron competidores serios para ser incluidos en el canon de la Iglesia universal (véase el Apéndice: Apócrifos del Nuevo Testamento).

 

7.1 Los apologistas griegos

 En el siglo II, varios autores – conocidos como apologistas - redactaron obras que defendieron el cristianismo contra las injustas acusaciones de los paganos. El de mayor interés con respecto al canon es Justino Mártir (ca. 100-165). De origen palestino, se convirtió al cristianismo hacia 130. Enseñó primero en Éfeso y luego en Roma. Escribió una primera Apología dirigida al emperador Antonio Pío hacia 150, el Diálogo con Trifón el judío poco después, y más tarde una segunda Apología dirigida al senado romano. Además de su extenso uso del Antiguo Testamento en el Diálogo, destinado a mostrar que Cristo y su iglesia son el cumplimiento de las profecías de Israel, Justino menciona los “Recuerdos de los apóstoles”  o simplemente “los Recuerdos” (tois genomenois).  Hablando de la Eucaristía dice: 

Y es así que los Apóstoles en los Recuerdos, por ellos escritos, que se llaman Evangelios, nos transmitieron que así les fue a ellos mandado, cuando Jesús, tomando el pan y dando gracias, dijo: Haced esto en memoria mía, éste es mi cuerpo. E igualmente, tomando el cáliz y dando gracias, dijo: Esta es mi sangre, y que sólo a ellos dio parte.

(Justino Mártir, I Apología 66:3. Traducción de Daniel Ruiz Bueno, Padres Apologetas Griegos (s. II). 2ª Ed. Madrid: BAC, 1979, p. 257; negritas añadidas). 

Justino cita sobre todo los Evangelios, con mayor frecuencia el de Mateo, luego el de Lucas; existen algunas citas de Juan, y obviamente consideraba que el Apocalipsis era un libro profético dotado de autoridad apostólica. Hay algunas alusiones a las cartas de Pablo, pero casi ninguna cita. Una excepción son las palabras “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (I Apología 19:6; cf. 1 Corintios 15:53).

El discípulo de Justino, Taciano el Sirio, dio testimonio de la autoridad de los cuatro Evangelios canónicos al componer el Diatessaron , término musical que significa “armonía de cuatro”. El Diatessaron compila con gran ingenio los relatos de los cuatro Evangelios canónicos, siguiendo básicamente el marco de referencia del Evangelio de Juan. Prácticamente no contiene otro material, excepto unos pocos textos provenientes del apócrifo conocido como Evangelio de los Hebreos. En Siria, el uso eclesiástico del Diatessaron fue tan amplio e importante, que en el siglo III hubo resistencia a reemplazarlo por los cuatro Evangelios individuales, según lo establecido por las demás iglesias.

 

7.2 El desafío de las herejías

Un factor que influyó en el establecimiento del canon fue la aparición de herejías que pretendían redefinir la fe cristiana. Dos de las más influyentes hacia la mitad del siglo II fueron lideradas por Marción y Valentín.

Marción era originario de Asia Menor, nacido hacia 100 de padres cristianos. Emigró a Roma y allí propagó sus ideas en una obra llamada Antítesis, que pretendía establecer una incompatibilidad total entre la Ley y el Evangelio. Marción rechazó todo el Antiguo Testamento, reteniendo de las nuevas Escrituras lo que llamaba Evangelio y Apóstol, que correspondía solamente al Evangelio de Lucas y las Cartas de Pablo, con excepción de las pastorales.  Además, extrajo de los escritos de Lucas y Pablo todo cuanto pudiera considerarse favorable al Antiguo Testamento.

Valentín llegó a Roma hacia 135, procedente de Alejandría, e inicialmente estuvo en plena comunión con la Iglesia romana. No obstante, desarrolló una doctrina gnóstica incompatible con la fe apostólica. A diferencia de Marción, Valentín no rechazó el Antiguo Testamento ni los escritos apostólicos, sino que los reinterpretó radicalmente mediante una exégesis alegórica. Su obra más importante, accesible (en copto) a partir del descubrimiento de la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi en 1945, es El evangelio de la verdad. El libro es una especie de meditación sobre la naturaleza del evangelio, desde una perspectiva inequívocamente gnóstica, que hace uso de escritos neotestamentarios. Bruce observa que “el tratado alude a Mateo y Lucas (posiblemente con Hechos), el evangelio y la primera carta de Juan, las cartas paulinas (excepto las pastorales), Hebreos y Apocalipsis, y (...) los cita en términos que presuponen que tienen autoridad.”  

La iglesia antigua reconoció de inmediato los emprendimientos de Valentín y Marción como las innovaciones que eran, el primero principalmente por sus doctrinas ajenas a las creencias y prácticas básicas de las iglesias apostólicas y el segundo por su intento radical de fijar un canon en extremo restringido.

 

7.3 La Iglesia responde a los herejes

La respuesta de la iglesia católica antigua a la herejía marcionita fue reafirmar la autoridad del Antiguo Testamento, los cuatro Evangelios, las epístolas pastorales de Pablo, epístolas atribuidas a otros apóstoles, denominadas católicas, y del libro de los Hechos.

Un texto que ejemplifica la referida respuesta es el denominado Canon de Muratori, una lista “en bárbaro latín” con comentarios sobre los libros aceptados y rechazados, que fue publicada por Ludovico Antonio Muratori en 1740. El original dataría de la década entre 160 y 170. Según Bruce, este documento debe considerarse “una lista de libros del Nuevo Testamento reconocidos como poseedores de autoridad en la Iglesia de Roma de aquel tiempo”.

El fragmento que se ha conservado comienza con una frase referida al Evangelio de Marcos, luego de lo cual habla de Lucas como el tercer Evangelio, y de Juan como el cuarto (seguramente Mateo era el primero). A continuación reconoce los Hechos “de todos los apóstoles”, las diez cartas de Pablo a las iglesias, y las Pastorales. Menciona también las cartas de Judas y dos de Juan más el Apocalipsis. En cambio, rechaza El Pastor de Hermas, pues fue “escrito en Roma muy recientemente”, y supuestas cartas de Pablo a los laodicenses y alejandrinos. Aunque dice que la Iglesia recibe el apócrifo Apocalipsis de Pedro, añade que algunos no admiten que éste “sea leído en la iglesia”. En resumen, el Canon de Muratori menciona la mayor parte de los 27 libros de nuestro Nuevo Testamento; faltan las dos cartas de Pedro, Santiago, una carta de Juan (¿la tercera?) y Hebreos. 

Debiera observarse que el tono de todo el tratado no es tanto el de una legislación, sino el de una declaración explicativa concerniente a un estado de cosas más o menos establecido, con sólo una única instancia de diferencia de opinión entre los miembros de la iglesia católica (a saber, el uso que había de hacerse del Apocalipsis de Pedro). La validez exclusiva de los cuatro Evangelios (...) es perfectamente clara.

(Bruce M. Metzger, The Canon of the New Testament. Its origin, development, and significance. Oxford: Clarendon Press, 1987, p. 200). 

Aunque no existe una lista de libros canónicos en las obras del prolífico Hipólito de Roma (ca. 170-236) que han llegado a nosotros, de sus escritos conservados se desprende que admitía un canon esencialmente similar al de Muratori. Está compuesto por los cuatro Evangelios, Hechos, las trece epístolas de Pablo1 Pedro, 1 y 2 Juan, y Apocalipsis, cuya autoría por el Apóstol Juan defendió Hipólito en un tratado contra un tal Gayo.  Su descripción de la Escritura como constando tres partes, los Profetas, el Señor y los Apóstoles, muestra que ponía a los escritos del Nuevo Testamento a la par con los del Antiguo, y permite inferir que tenía en mente un cuerpo definido de libros.

Originario de Asia Menor y discípulo de Policarpo, Ireneo (ca. 130-200), obispo de Lyon en las Galias, fue un importante vínculo en la unidad de pensamiento y acción entre las iglesias de Oriente y Occidente, en particular en la refutación de las herejías. Su obra en cinco libros Exposición y refutación de la falsamente llamada gnosis, más conocida por su nombre latino Adversus omnes Haereses, presentaba por primera vez una filosofía cristiana de la historia y constituyó a Ireneo en “el principal vocero de la respuesta católica al gnosticismo y otras desviaciones del siglo II” (Bruce). Los gnósticos pretendían ser los auténticos preservadores de las enseñanzas de Jesús, las cuales habrían sido transmitidas secretamente a discípulos considerados dignos. En contra de esta concepción esotérica del cristianismo, Ireneo sostuvo que la auténtica tradición apostólica se hallaba viva y manifiesta en todas las iglesias fundadas por los apóstoles, en las cuales existía una sucesión ininterrumpida de obispos.

            En la respuesta de Ireneo, la apelación a las Escrituras, conservadas en las iglesias apostólicas, tiene un papel fundamental. Es claro que considera cerrado el canon de los Evangelios, pues para la Iglesia universal existen sólo cuatro Evangelios o, en sus propias palabras, un solo Evangelio en cuatro formas (to euangelion tetramorfon). Decía Ireneo: 

Los Evangelios no pueden ser ni menos ni más de cuatro; porque son cuatro las regiones del mundo en que habitamos, y cuatro los principales vientos de la tierra, y la Iglesia ha sido diseminada sobre toda la tierra; y columna y fundamento de la Iglesia [1 Timoteo 3:15] son el Evangelio y el Espíritu de vida; por ello cuatro son las columnas en las cuales se funda lo incorruptible y dan vida a los hombres. Porque, como el artista de todas las cosas es el Verbo, que se sienta sobre los querubines [Sal 80 (79):2] y contiene en sí todas las cosas [Sab 1,7], nos ha dado a nosotros un Evangelio en cuatro formas, compenetrado de un solo Espíritu. Como dice David, rogándole que venga: «Muéstrate tú, que te sientas sobre los querubines» [Sal 80 (79):2]. Los querubines, en efecto, se han manifestado bajo cuatro aspectos que son imágenes de la actividad del Hijo de Dios [Apocalipsis 4:7]: «El primer ser viviente, dice [el escritor sagrado], se asemeja a un león», para caracterizar su actividad como dominador y rey; «el segundo es semejante a un becerro», para indicar su orientación sacerdotal y sacrificial; «el tercero tiene cara de hombre» para describir su manifestación al venir en su ser humano; «el cuarto es semejante a un águila en vuelo», signo del Espíritu que hace sobrevolar su gracia sobre la Iglesia.

(Ireneo de Lyon, Adversus omnes Haereses III, 11:8; negritas añadidas).
http://www.multimedios.org/docs/d001092/p000021.htm#h31

La argumentación  de Ireneo es evidencia del reconocimiento general de los cuatro Evangelios canónicos en su tiempo. Su justificación explícita es tan débil e indirecta que sólo podría apelar a quienes ya estuviesen persuadidos, por otras razones,  de que no había sino cuatro Evangelios. Por  tanto, este consenso debía de estar firmemente establecido, tanto en Oriente como en Occidente, en la segunda mitad del siglo II.

Es destacable que Ireneo es el primer autor cristiano que cita más el Nuevo Testamento que el Antiguo. En Adversus omnes Haereses hay 1075 citas del NT: 626 de los Evangelios, 54 de Hechos, 280 de las cartas de Pablo (no cita Filemón), 15 citas de las epístolas católicas (no se refiere a 2 Pedro, 3 Juan y Judas pero sí a Hebreos), y 29 del Apocalipsis. Metzger dice:

A modo de sumario, en Ireneo tenemos evidencia de que para el año 180, era conocido en el sur de Francia se conocía un Nuevo Testamento  (...) de aproximadamente veintidós libros (...) Aún más importante que el número de libros es el hecho de que Ireneo tenía una colección claramente definida de libros apostólicos que consideraba como iguales al Antiguo Testamento en significación. Su principio de canonicidad era doble: la apostolicidad de los escritos y el testimonio a la tradición mantenida en las iglesias.

(Bruce M. Metzger, The Canon of the New Testament. Its origin, development, and significance. Oxford: Clarendon Press, 1987, p. 155-156). 

Por la misma época, en el norte de África, comienza a cobrar forma la idea de un canon definido. Aunque citó libremente muchas fuentes, tanto cristianas como paganas, además de numerosas tradiciones orales, Clemente de Alejandría (ca. 150-215) consideraba Escrituras básicamente los mismos libros del Nuevo Testamento que Ireneo.

 

8. Aproximación hacia un consenso en el siglo III

En el siglo III se verifica una coincidencia creciente en el sentir de diversos autores eclesiásticos. También en el norte de África, pero en territorio de habla latina, Tertuliano de Cartago (ca. 160-220), nacido de padres paganos, abogado de profesión y convertido al cristianismo hacia 195, fue el primer gran teólogo que escribió en latín. Escribió extensamente sobre muchos temas.

 

8.1 Tertuliano apela a argumentos legales

 Una de las muchas obras de Tertuliano, en la cual puso al servicio de la fe sus conocimientos jurídicos, es La prescripción de los herejes (De praescriptione Haereticorum). La prescripción era una figura jurídica mediante la cual el abogado defensor podía detener el proceso iniciado por el demandante, que debía ser presentada de antemano (pre-escribir) a la substanciación del proceso. En el caso de las disputas entre la Iglesia de Cristo y los herejes, ambas partes argumentaban a partir de la Biblia. La prescripción consiste básicamente en que los herejes no pueden apelar a las Escrituras, simplemente porque no les pertenecen a ellos. 

... éste es el punto al que queríamos llegar (...) para poner hoy fin a la lucha a la que nos invitan nuestros adversarios. Se arman con las Escrituras (...) fatigan a los fuertes, triunfan de los débiles y siembran inquietud en el corazón de los indecisos. Por esto tomamos esta decisión contra ellos antes de dar ningún otro paso: negarles el derecho a discutir sobre las Escrituras. Este es su arsenal; pero antes de sacar armas de él hay que examinar a quién pertenecen las Escrituras, a fin de que no pueda usarlas nadie que no tenga derecho a ellas.

(Tertuliano, La prescripción de los herejes, 15. Texto según J. Quasten, Patrología I. Hasta el Concilio de Nicea. Versión española de Ignacio Oñatibia. Madrid: BAC, 1978, p. 569). 

Para Tertuliano, la tradición y autoridad de las iglesias determinaban la regla de fe (regula fidei, un término jurídico), es decir, las genuinas creencias cristianas, basadas en las Escrituras y encapsuladas en el credo bautismal. Por tanto, esta regla de fe oral y las Escrituras concordaban y se sostenían mutuamente.

Tertuliano consideraba a los Evangelios, Hechos, Epístolas y Apocalipsis con igual autoridad que el Antiguo Testamento.  Defendió contra Marción la autoridad de los cuatro Evangelios, los Hechos, las epístolas Pastorales y Hebreos (que creía ser obra de Bernabé). En sus obras cita casi todos los libros del Nuevo Testamento, con excepción de 2 Pedro, Santiago y las dos cartas breves de Juan.  Una contribución distintiva de Tertuliano acerca de la importancia del Nuevo Testamento fue que lo consideró con una autoridad de carácter judicial, empleando para él términos propios del derecho romano como Instrumentum y Testamentum.

 

8.2 La amenaza del montanismo

Un hecho curioso de la historia del cristianismo es que en 207 Tertuliano abrazó el montanismo, un movimiento apocalíptico de moral muy estricta, fundada por Montano en Frigia, entre 156 y 172. Aunque Tertuliano permaneció doctrinalmente ortodoxo, quedó fuera de la comunión católica por lo que él consideraba laxitud en la disciplina eclesiástica. Por su propia naturaleza, sin embargo, el montanismo representaba una amenaza doctrinal: 

Vivía en la expectación del rápido derramamiento del Espíritu Santo sobre la Iglesia, del cual veía la primera manifestación en sus propios profetas y profecías. Montano mismo (...) proclamó que la Jerusalén celestial pronto descendería cerca de Pepuza, en Frigia. Dos mujeres, Prisca y Maximila, estaban estrechamente asociadas con él.

(F. L. Cross, Editor, The Oxford Dictionary of the Christian Church. London: Oxford University Press, 1958, p. 918-919, s.v. Montanism). 

Las profecías de los lideres montanistas comenzaron a ponerse por escrito y eran consideradas por sus seguidores a la par del Antiguo Testamento y los escritos apostólicos; Maximila llegó a decir que luego de ella no habría más profecía, sino que vendría el fin. Una reacción al montanismo fue, sobre todo en Oriente, poner en entredicho toda la literatura apocalíptica, incluido el Apocalipsis de Juan (defendido, como vimos, por Hipólito).

En general, las iglesias apostólicas no estaban, empero, dispuestas a aceptar nuevas escrituras de origen dudoso, por más que sus defensores las atribuyeran al Espíritu Santo. Un obispo cuyo nombre se desconoce ejemplifica esta posición. Dirigiéndose a otro obispo, dice que ha vacilado en escribir contra los montanistas, 

...no por dificultad en poder refutar la mentira y dar testimonio de la verdad, sino por temor de que (...) pareciera a algunos en cierto modo que yo agrego o sobreañado algo nuevo a la doctrina del Nuevo Testamento, a la que no puede añadir ni quitar nada quien haya elegido vivir conforme a este mismo Evangelio.

(Citado por Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, V, 16:3. Versión de Argimiro Velasco Delgado. Madrid: BAC, 1973, 1:309).

Los escrúpulos expresados en esta carta, que es datada entre 192 y 193, indican que antes de finalizar el siglo II había conciencia de que el canon estaba cerrado y no era lícito añadirle ni quitarle nada. Además, esta es la mención más antigua que se conoce de la expresión griega kainês diathêkês (nuevo testamento) con referencia a los Evangelios y demás escritos genuinos de los apóstoles.

 

8.3 Orígenes es la autoridad dominante del siglo III

 El teólogo, exegeta, y erudito bíblico Orígenes (ca. 185-254) recibió educación cristiana en el hogar paterno y fue discípulo de Clemente de Alejandría en la Escuela Catequética de esa ciudad. Luego de la persecución de 202, asumió la dirección de la mencionada Escuela. Viajero e incansable estudioso, en 230 viajó a Palestina, donde fue ordenado sacerdote y en 231 se estableció en Cesarea, donde fundó una famosa escuela. Orígenes fue un autor extraordinariamente prolífico (se dice que dictaba a varios escribas a la vez) pero lamentablemente muy poco de su amplia producción ha sobrevivido. Comentó virtualmente toda la Biblia en su predicación, en notas breves y en comentarios extensos y detallados. Se ha escrito de él: 

Orígenes fue esencialmente un erudito bíblico cuyo pensamiento se nutría en la Escritura, cuya inspiración e integridad defendió contra los marcionitas. Reconocía un triple sentido –literal, moral y alegórico- de los cuales prefería el tercero.

(F. L. Cross, Editor, The Oxford Dictionary of the Christian Church. London: Oxford University Press, 1958, p. 992, s.v. Origen).

Aunque la interpretación alegórica de Orígenes sea discutible, es innegable su enorme contribución a los estudios bíblicos. Una de sus obras fue la Hexapla, una edición crítica del Antiguo Testamento en seis columnas paralelas con 1) el texto hebreo; 2) el texto hebreo en caracteres griegos; 3) la versión griega de Aquila; 4) la versión griega de Símaco; 5) la Septuaginta (traducción judía precristiana, la más empleada por los cristianos de habla griega) y 6) la versión de Teodoción.

Orígenes fue más explícito y concreto con respecto al canon del Antiguo Testamento que al del Nuevo. Al parecer, Orígenes no dejó una lista precisa de libros del Nuevo Testamento, y es posible que sus opiniones hayan variado con el tiempo. 

Es difícil resumir las opiniones sobre el canon sostenida a lo largo de los años por una mente tan fértil y amplia como la de Orígenes. Ciertamente puede decirse, empero, que consideraba cerrado el canon de los cuatro Evangelios. Aceptó catorce epístolas de Pablo, como también Hechos, 1 Pedro, 1 Juan, Judas y Apocalipsis, pero expresó reservas concernientes a Santiago, 2 Pedro, y 2 y 3 Juan. En otras ocasiones Orígenes, como Clemente antes que él, acepta como evidencia cristiana cualquier material que halla convincente o atractivo, incluso designando a veces como “divinamente inspirados” tales escritos.

(Bruce M. Metzger, The Canon of the New Testament. Its origin, development, and significance. Oxford: Clarendon Press, 1987, p. 141).

 De todos modos, el  testimonio de Orígenes sobre el canon del Nuevo Testamento fue compilado de varias de sus obras  por Eusebio, en el Libro Sexto de la Historia Eclesiástica  (25:3-14).

En su Comentario sobre el Evangelio según Mateo, Orígenes afirma reconocer sólo los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. En la Exposición del Evangelio según Juan, menciona las cartas de Pablo, la primera de Pedro y “quizás también una segunda, pues se la pone en duda”. De Juan, el Evangelio y el Apocalipsis, además de “una Carta de muy pocas líneas, y quizá también una segunda y una tercera, pues no todos dicen que éstas sean genuinas.”

Finalmente, en una homilía sobre Hebreos nota diferencias con el estilo rudo de Pablo; pero “los pensamientos de la carta son admirables y no inferiores a los de cartas que se admiten ser del apóstol”, y añade luego: “por mi parte (...) diría que los pensamientos sí son del Apóstol, pero  el estilo y la composición son de alguien que evocaba de memoria las enseñanzas del Apóstol”. 

En otra parte da testimonio de los Hechos. Orígenes reúne estos escritos bajo el título de “Nuevo Testamento” y dice que son Escrituras divinas. Sobre la carta de Judas dice en su ya mencionado Comentario sobre el Evangelio según Mateo  que es muy breve, pero  está “llena con las saludables palabras de la gracia celestial”. Menos clara es su posición sobre la carta de Santiago. No obstante, en sermón sobre la caída de Jericó, menciona virtualmente todos los libros del Nuevo Testamento  -incluida la carta de Santiago - como las “trompetas de los Apóstoles enviados por Cristo”.

A pesar de ciertas dudas persistentes con respecto a algunos de los escritos más breves, la contribución de Orígenes es un avance hacia el reconocimiento final del Nuevo Testamento tal como ha llegado a nosotros.

 

8.4 Cipriano brilla en Cartago

Nacido a principios del siglo III en un hogar de buena posición, Cipriano llegó a ser maestro de retórica en Cartago.  Desencantado del paganismo, se convirtió al cristianismo hacia 246 y se dedicó a estudiar profundamente las Escrituras y los escritos de Tertuliano, a quien llamaba “el Maestro”.  Su prestigio fue tal, que apenas dos años después de convertido fue elegido obispo de Cartago por aclamación popular. En los diez años de su obispado, hasta su martirio el 14 de septiembre de 258, Cipriano escribió al menos seis tratados y 65 largas epístolas de profundo valor doctrinal y sabiduría pastoral.

Cipriano llegó a memorizar gran parte de las Escrituras y demostró haberlas estudiado a fondo. Los libros del Nuevo Testamento que más citó fueron, en orden decreciente, Mateo, Juan, Lucas, 1 Corintios, Romanos y Apocalipsis. No obstante, citó también los demás libros del Nuevo Testamento, con excepción de Santiago, Judas 2 Pedro, 2 y 3 Juan.  Aunque no citó textos de Hebreos, con toda probabilidad conocía esta epístola, primero porque su admirado Tertuliano la empleó y segundo porque parafrasea Hebreos 1:1-2 en uno de sus tratados (Sobre la oración del Señor): “Le plugo a Dios que muchas cosas fueran dichas y oídas mediante sus siervos, los profetas, pero ¡cuánto mayores son aquellas habladas por el Hijo!”

 

9. Se alcanza virtual unanimidad en el siglo IV

Un acontecimiento que, siendo malo, tuvo un efecto saludable en la fijación del canon de las Escrituras fueron las persecuciones contra los cristianos. A los cristianos identificados como tales se les exigía que entregasen sus libros sagrados si querían evitar los castigos, o incluso la muerte. La última gran persecución tuvo lugar a raíz de un decreto del emperador Diocleciano, publicado el 23 de febrero de 303. El decreto, al parecer sancionado por instigación del procónsul de Bitinia, Hierocles, disponía que los templos cristianos fuesen arrasados y sus Escrituras confiscadas para ser quemadas. Esto último tornó importante, tanto para los perseguidores como para los perseguidos, saber exactamente cuáles documentos cristianos eran parte de las Sagradas Escrituras. De igual modo, luego de concluida la persecución, los líderes de la Iglesia debían saber quiénes habían entregado (traditores) copias de las Sagradas Escrituras, y quiénes habían evitado el castigo entregando libros menos importantes. 

En un códice del siglo VI, llamado Claromontanus (catalogado D 06), que contiene las epístolas de Pablo y la epístola a los Hebreos, se encuentra entre Filemón y Hebreos  una lista de libros del Nuevo Testamento, con el número de líneas de cada uno. La opinión general es que la lista fue hecha en Alejandría, más o menos por la misma época que la persecución de Diocleciano. La lista incluye específicamente las epístolas católicas 2 Pedro, Santiago, 2 y 3 Juan y Judas.

Luego de varios años de cruenta persecución contra los cristianos, que había sido un fracaso y además era vista con  disgusto por muchos paganos, se promulgó en 311 el edicto de tolerancia de Galerio. 

...los emperadores otorgan perdón y permiten «que haya de nuevo cristianos y celebren sus reuniones religiosas, a condición de que no maquinen nada contra el orden público». Se promete un nuevo rescripto a los gobernadores, en el que se les darán instrucciones más concretas sobre la ejecución del edicto. A los cristianos se les manda que rueguen a su dios por el bien del emperador, del Estado y del suyo propio.

(Karl Baus, De la Iglesia primitiva a los comienzos de la gran Iglesia. En Hubert Jedin, Director: Manual de historia de la Iglesia. Traducción castellana de Daniel Ruiz Bueno. Barcelona: Editorial Herder, 1980, 1:568). 

Si bien el cumplimiento de lo que se disponía fue dispar, y de hecho poco después recrudecieron las persecuciones contra los cristianos orientales, la paz definitiva con el Imperio llegó con la victoria de Constantino sobre Majencio en 312. El posterior acuerdo entre Constantino, emperador de occidente y Licinio, su par oriental, en 313 (mal llamado el “edicto de Milán”) inició una política no sólo de tolerancia, sino de franco favor imperial hacia los cristianos.

 

9.1 Eusebio resume la situación sobre el canon

La situación definitiva comienza a perfilarse luego del acceso al poder de Constantino  y es presentada por el historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesarea (ca. 260-340), en el Libro Tercero de su Historia Eclesiástica:

Llegados aquí, es razón de recapitular los escritos del «Nuevo Testamento» ya mencionados. En primer lugar hay que poner la santa tétrada de los Evangelios, a los que sigue el escrito de Los Hechos de los Apóstoles.

Y después de éste hay que poner en la lista las Cartas de Pablo. Luego se ha de dar por cierta la llamada I de Juan, como también la de Pedro. Después de éstas, si parece bien, puede colocarse el Apocalipsis de Juan, acerca  del cual expondremos oportunamente lo que de él se piensa. Estos son los que están entre los admitidos.

De los libros discutidos, en cambio, y que, sin embargo, son conocidos de la gran mayoría, tenemos la Carta llamada de Santiago, la de Judas y la II de Pedro, así como las que se dicen ser  II y III de Juan, ya sean del evangelista, ya de otro del mismo nombre.

Entre los espurios colóquense el escrito de los Hechos de Pablo, el llamado Pastor y el Apocalipsis de Pedro, y además de éstos, la que se dice Carta de Bernabé y la obra llamada Enseñanza de los Apóstoles, y aun, como dije, si parece, el Apocalipsis de Juan; algunos, como dije, lo rechazan, mientras otros lo cuentan entre los admitidos.

Mas algunos catalogan entre éstos incluso el Evangelio de los Hebreos. en el cual se complacen muchísimo los hebreos que han aceptado a Cristo. Todos estos son libros discutidos.

Pero hemos creído necesario tener hecho el catálogo de éstos igualmente, distinguiendo los escritos que, según la tradición de la Iglesia, son verdaderos, genuinos y admitidos, de aquéllos que, diferenciándose de éstos por no ser testamentarios, sino discutidos, no obstante, son conocidos por la gran mayoría de los autores eclesiásticos, de manera que podamos conocer estos libros mismos y los que con el nombre de los apóstoles han propalado los herejes pretendiendo que contienen, bien sean los  Evangelios de Pedro, de Tomás, de Matías o incluso de algún otro distinto de éstos, o bien de los Hechos de Andrés, de Juan y de otros apóstoles. Jamás uno solo entre los escritores ortodoxos juzgó digno el hacer mención de estos libros en sus escritos.

Pero es que la misma índole de la frase difiere enormemente del estilo de los apóstoles, y el pensamiento y la intención de lo que en ellos se contiene desentona todavía más de la verdadera ortodoxia: claramente demuestran  ser engendros de herejes. De ahí que ni siquiera deben ser colocados entre los espurios, sino que debemos rechazarlos como enteramente absurdos e impíos.

(Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, III, 25:1-7. Versión de Argimiro Velasco Delgado. Madrid: BAC, 1973, 1:165-166).

 

Eusebio propone tres categorías de escritos: Los aceptados por todos, los discutidos y los “engendros de herejes”. La calificación de “espurio” no significa apócrifo o herético en Eusebio; él la aplica a escritos que son ortodoxos pero que no son admitidos universalmente como “divinas Escrituras” . Los libros heréticos son otra cosa, y deben ser totalmente rechazados.

Entonces, a principios del siglo IV todos los cristianos reconocían como Escrituras los cuatro Evangelios canónicos, los Hechos, las epístolas paulinas, 1 Juan y 1 Pedro. Por otra parte, todavía no todos, pero si la mayoría, admitían 2 Pedro, 2 y 3 Juan, Santiago y Judas.

La situación del Apocalipsis de Juan es muy curiosa, pues Eusebio no lo coloca entre los “discutidos”, sino que lo incluye en las otras dos categorías simultáneamente: entre los reconocidos y entre los espurios, aclarando en ambos casos, “si parece bien”.

La probable razón de esta extraña actitud es que Eusebio sabía que el Apocalipsis era de hecho generalmente aceptado, pero él mismo tenía reservas sobre el libro, por ser adversario del milenarismo.

Eusebio y Constantino se hicieron amigos en 325. Algunos años más tarde, el emperador le encargó al obispo, en una carta preservada en la “Vida de Constantino” escrita por el mismo Eusebio, 50 ejemplares de las Escrituras cristianas (ambos Testamentos) en griego para las Iglesias de la capital imperial, Constantinopla. Decía el emperador: 

Ocurre (...) que grandes números se han unido a la santísima iglesia en la ciudad que lleva mi nombre. Parece, por tanto, muy necesario (...) aumentar también el número de iglesias (...) He pensado práctico (...) ordenar cincuenta copias de las sagradas Escrituras, la provisión y uso de las cuales, tú sabes, es de la mayor necesidad para la instrucción de la Iglesia, que sean escritas en pergamino preparado de manera legible, y en una forma portable y conveniente, por amanuenses profesionales muy avezados en su arte (...) Tienes autoridad también, en virtud de esta carta, para emplear dos carruajes públicos para su transporte, disposición mediante la cual las copias, cuando estén adecuadamente escritas, serán más fácilmente enviadas para mi inspección personal.

(Eusebio, Vida de Constantino, IV, 36. En Philip Schaff y Henry Wace, Editors: A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, Second Series [1891]. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1991; 1:549). 

Las copias, sufragadas por el emperador, se prepararon de inmediato en la forma de “volúmenes magníficos y elaboradamente encuadernados”, al decir de Eusebio. Es probable que, con esta acción, Eusebio haya contribuido a la formación del canon, pues con toda probabilidad las copias contenían los 27  libros que reconocemos como canónicos hasta hoy, y posiblemente en el mismo orden que en las Biblias modernas.  Tal vez Eusebio hubiera estado inclinado a omitir el Apocalipsis, pero es difícil creer que se atreviera, conociendo el aprecio que el emperador tenía por este libro, que por lo demás era generalmente aceptado por la mayoría.

Cabe notar que Constantino no tuvo ninguna influencia directa en determinar cuáles Escrituras eran canónicas, sino que se limitó a solicitar copias, sin dar la menor instrucción sobre qué libros debían contener o cuáles omitirse. Bruce observa que si, como parece, las 50 copias contenían de hecho los 27 libros, esto “hubiera provisto un ímpetu considerable hacia la aceptación del ahora familiar canon del Nuevo Testamento”.  Evidentemente, el empleo de una edición tal en las Iglesias de Constantinopla favorecerían la admisión general de los libros aceptados hasta hoy. 

 

9.2 Atanasio da la primera lista completa y exclusiva

Tradicionalmente, los obispos de Alejandría anunciaban la fecha de celebración de la Pascua mediante cartas circulares, que además solían contener instrucciones u otras enseñanzas. Pocas décadas después que Eusebio,  Atanasio (ca. 296-373) obispo de Alejandría y campeón de la ortodoxia nicena, proporciona una lista de libros del Nuevo Testamento en su 39ª Carta pascual para el año 367. El orden difiere del acostumbrado en nuestras Biblias, pero los libros son exactamente los mismos. Nótese además que Atanasio no establece ninguna diferencia de jerarquía entre los 27 libros. 

De nuevo, no debemos vacilar en nombrar los libros del Nuevo Testamento. Son como sigue:
Cuatro Evangelios, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.Luego de estos los Hechos de los Apóstoles y las siete epístolas de los apóstoles llamadas católicas, como sigue: una de Santiago, dos de Pedro, tres de Juan y, ... una de Judas.

A continuación hay catorce epístolas del Apóstol Pablo, escritas en orden como sigue: Primero a los romanos, entonces dos a los corintios, y después de éstas a los Gálatas y luego a los efesios; entonces a los filipenses; luego a los colosenses y dos a los tesalonicenses y aquélla a los hebreos. Luego hay dos a Timoteo, una a Tito y la última a Filemón.
Además, el Apocalipsis de Juan.

(Atanasio, Carta Pascual 39. En Philip Schaff y Henry Wace, Editors: A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, Second Series [1891]. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1991; 4:551).

Es probable que la visita de Atanasio a Roma en 340 – durante su segundo exilio  – cuando Julio I era obispo de esa ciudad, haya sido decisiva para la aceptación de Hebreos por parte de la Iglesia de Roma y aquéllas bajo su influencia.  La misma lista es proporcionada más tarde en el norte de Italia por Rufino de Aquilea (345-410).

 

9.3 Jerónimo y Agustín

El más grande erudito bíblico posterior a Orígenes,   Jerónimo (ca. 342-420) también admitía como canónicos los 27 libros, como lo demuestra, por ejemplo, en su Epístola 53 a Paulino, obispo de Nola, sobre el estudio de las Escrituras: 

Trataré brevemente del Nuevo Testamento. Mateo, Marcos, Lucas y Juan son el equipo cuádruple del Señor, los verdaderos querubines o depósito de conocimiento (...)
El Apóstol Pablo le escribe a siete iglesias (pues la octava epístola, a los hebreos, no es generalmente contada con las otras). Instruye a Timoteo y Tito; intercede ante Filemón por su esclavo fugitivo...

Los Hechos de los Apóstoles parece relatar una historia sin adorno y describir la niñez de la iglesia recién nacida, pero una vez que nos damos cuenta de que su autor es Lucas, el médico cuya alabanza está en el evangelio, veremos que todas sus palabras son medicinas para el alma enferma. Los apóstoles Santiago, Pedro, Juan y Judas produjeron siete epístolas, a la vez espirituales y concisas.

El Apocalipsis de Juan tiene tantos misterios como palabras. Al decir esto, he dicho menos de lo que el libro merece ...

(Jerónimo, Carta LIII. En Philip Schaff y Henry Wace, Editors: A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, Second Series [1892]. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1991; 6:101-102). 

Otro que recibió el canon del Nuevo Testamento como se admitía ya en esa época fue Agustín de Hipona, quien hacia 397 enumera los mismos libros que Atanasio, aunque en diferente orden. Empero, la siguiente instrucción del mismo Agustín da testimonio de que el canon no estaba cerrado más allá de toda duda. 

Ahora, con respecto a las Escrituras canónicas, [el intérprete] debe seguir el juicio del mayor número de iglesias católicas; y entre éstas, desde luego, un elevado lugar debe darse a aquellas consideradas dignas de ser la sede de un apóstol y de recibir epístolas. Consecuentemente, entre las Escrituras canónicas juzgará conforme a la siguiente norma: Preferir aquellas que son recibidas por todas las iglesias católicas a aquéllas que algunas [iglesias] no reciben. Entre aquéllas [Escrituras], de nuevo, que no son recibidas por todas, preferirá las que tengan la sanción del mayor número y de aquellas de mayor autoridad, a quéllas sostenidas por un número menor o son de menor autoridad. Empero, si hallase que algunos libros son defendidos por el mayor número de iglesias, y otros por las de mayor autoridad (aunque no es muy probable que esto ocurra), pienso que en tal caso la autoridad de ambos lados debe ser considerada como igual.

(...)

El [canon] del Nuevo Testamento, de nuevo, es contenido en los siguientes: Cuatro libros del Evangelio, según Mateo, según Marcos, según Lucas, según Juan; catorce epístolas del Apóstol Pablo – una a los romanos, dos a los corintios, una a los gálatas, a los efesios, a los filipenses, dos a los tesalonicenses, una a los colosenses, dos a Timoteo, una a Tito, a Filemón, a los hebreos; dos de Pedro; tres de Juan; una de Judas; y una de Santiago; un libro de los Hechos de los Apóstoles; y uno del Apocalipsis de Juan.

(Agustín, Sobre la doctrina cristiana, II, 8. En Philip Schaff, Editor: A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, First Series [1886]. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1993; 2:538-539).

La regla enunciada por Agustín es muy reveladora sobre el verdadero proceso de formación del canon. Por cierto que el canon del NT no estaba reconocido hacia fines del siglo I, pero tampoco fue la Iglesia de Roma la que lo estableció.  Esta última idea es un anacronismo fatal, ya que en el siglo IV la Iglesia de Roma, hoy conocida como Iglesia Católica, no tenía la autoridad ni el poder que luego se arrogó. Por tanto, no hubiera podido determinar por sí misma ningún canon, ni siquiera en el supuesto de que lo hubiera tenido claro.

Lo cierto es que el canon fue reconocido y proclamado no por la Iglesia Católica romana, sino por la iglesia católica (o universal) antigua, que ciertamente no era gobernada desde Roma, por más que ésta fuese una sede apostólica de enorme influencia.  

De hecho, los obispos de Roma no llevaron la voz cantante en el tema del canon, ni mucho menos. Aunque según el testimonio de Eusebio hacia principios del siglo IV el consenso final estaba próximo, fue fundamental la intervención de los obispos africanos, primero Atanasio y luego Agustín, bajo cuya influencia los sínodos de Hipona (393) y el III y VI de Cartago, respectivamente de 397 y 419, determinaron los límites del canon.

No obstante, estos sínodos o concilios regionales no tenían autoridad sobre toda la Iglesia, como sí la hubiera tenido un concilio ecuménico. Es por esta razón, y considerando la importancia del consenso de los obispos, que los correspondientes cánones se enviaron al obispo de Roma y a otros obispos para su confirmación.

Ningún decreto papal podía, en ese tiempo, reemplazar al consenso universal. De hecho, un sínodo regional asiático, el de Laodicea de 363, omitió el Apocalipsis tal como lo hacía el obispo Cirilo de Jerusalén.

En realidad, ningún concilio ecuménico de la antigüedad discutió seriamente el asunto del canon. Es cierto que en el Concilio Quinisexto de Constantinopla (553,680) se ratificaron las listas canónicas presentadas en Cartago y en las Constituciones Apostólicas como si hubieran sido una sola, pero estas listas no eran coincidentes. Por tanto, esta decisión conciliar, en todo caso, enturbió las aguas en lugar de aclararlas.

Con respecto a los obispos de Roma, la lista enviada por Inocencio I al obispo Exuperio en 405 omite Hebreos según los mejores manuscritos.

A veces se menciona una lista atribuida al papa Dámaso, supuestamente de 382 y por tanto apenas posterior a la de Atanasio. Es posible, pero en todo caso tal lista de hecho  no puso fin a las diferencias. Además, la misma lista, conservada en un documento italiano (no de Roma) de principios del siglo VI llamado Decreto Gelasiano, se atribuye variablemente también a los obispos romanos Gelasio (492-496) u Hormisdas (514-523).

 

10. La Reforma Protestante y el Concilio de Trento

En los siglos que van desde fines del siglo IV al siglo XVI, el canon del Nuevo Testamento quedó de hecho fijado sin mayores discusiones. A principios del siglo XVI, con el impulso dado al estudio por la invención (en el siglo anterior) de la imprenta de tipos móviles, y la edición impresa del Nuevo Testamento en griego por Erasmo de Rotterdam en 1516, eruditos de diversas tendencias  discutieron la importancia relativa de los libros canónicos.

 

10.1 La posición de Lutero

Uno de ellos fue el reformador Martín Lutero (1483-1546), quien por sus puntos de vista sobre los libros del Nuevo Testamento ha sido excesiva e injustamente criticado. En su primera edición de la versión alemana de la Biblia, Lutero numeró los libros del NT de Mateo a 3 Juan, y dejó separados, sin numeración, cuatro libros: Hebreos, Santiago, Judas y Apocalipsis. Sin duda, Lutero no los ponía al mismo nivel que el resto (dentro de los cuales, por otra parte, atribuía más importancia al Evangelio de Juan y 1 Juan, Romanos, Gálatas, Efesios y 1 Pedro que a las otras cartas paulinas, Hechos, 2 Pedro, y 2 y 3 Juan). De todos modos, y pese a sus propias reservas ante los cuatro libros citados, insistió en que tal era su opinión , la cual no deseaba imponer a otros, y que no pretendía sacar esos libros del NT.

Hay que recordar que esta posición de considerar una jerarquía dentro de los escritos canónicos (un “canon dentro del canon”) era también sostenida por algunos eruditos católicos, como el dominico Tomás de Vío (“Cayetano”, 1469-1534) sin que nadie les calumniase. Por otra parte, la mayoría de los demás reformadores, incluido Calvino, así como las grandes confesiones protestantes, admitieron sin discusión los 27 libros del Nuevo Testamento.

 

10.2 El Concilio de Trento ratifica  el Nuevo Testamento

El Concilio de Trento no realizó ninguna innovación con respecto al canon del Nuevo Testamento, sino que admitió lo que era un consenso de largos siglos. Muy distinto fue su deslucido papel con respecto al canon del Antiguo Testamento, como lo hemos observado en otra parte.

Finalmente, sobre la razón por la cual los libros que componen nuestro Nuevo Testamento son esos y no otros, podemos de buen grado asentir lo afirmado por la Iglesia Católica nada menos que en el Concilio Vaticano I, sobre los libros del canon:

Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos a la misma Iglesia.

(Concilio Vaticano I, Sesión III del 24 de abril de 1870; Constitución dogmática sobre la fe católica, Capítulo 2 , De la revelación; Denzinger # 1787; negritas añadidas). 

Dado que los libros sagrados tienen una autoridad intrínseca que proviene de su Autor, su carácter canónico no depende de la sanción humana en general, ni eclesiástica en particular. La Iglesia católica antigua (de la cual por entonces era parte la Iglesia de Roma) no decidió ni decretó el canon, sino que lo discernió o reconoció, y a continuación lo confesó y proclamó.

 

11. Apéndice: Los apócrifos del Nuevo testamento

A partir del siglo II existe un cuerpo creciente de literatura cristiana que pretende ser inspirada, cuya autoría, con pocas excepciones, se atribuye pseudoepigráficamente a algún apóstol. Estas obras tenían generalmente una de dos intenciones, a saber: 

1) Rellenar huecos en ciertos aspectos de la vida de Jesús o de sus Apóstoles que a juicio de sus autores no eran suficientemente descritos en los genuinos escritos apostólicos. Un tema favorito fue la infancia de Jesús; otro, lo ocurrido en el intervalo entre su muerte y su resurrección; un tercero, la actividad de los Apóstoles que no se describe en el libro de los Hechos.

2) Inculcar ciertas doctrinas sincréticas, nacidas del mestizaje entre el cristianismo y ciertas filosofías, en general neoplatónicas, que habrían sido enseñadas por Jesús de manera privada a los Apóstoles y transmitidas sólo a los discípulos dignos de recibir tal conocimiento (gnosis). En esta categoría están los evangelios gnósticos. 

Estos libros, que fueron tenidos en gran estima por ciertos grupos marginales pero que nunca fueron recibidos como auténticos por el conjunto de las iglesias antiguas, se denominan apócrifos del Nuevo Testamento.

La palabra griega apokryfa significa originalmente “oculto”, pero dicha calificación podía significar dos cosas muy diferentes. 

Desde el punto de vista de quienes aprobaban estos escritos, ellos estaban “ocultos” o retirados del uso común porque eran considerados como conteniendo conocimiento misterioso o esotérico, demasiado profundo para ser comunicado a nadie, excepto los iniciados. Desde otro punto de vista, sin embargo, se juzgaba que tales libros merecían ser “ocultados” porque eran espurios o heréticos. Así, el término tuvo originalmente una significación honorable así como una peyorativa, dependiente de quién hiciera uso de la palabra.

(Bruce M. Metzger, The Canon of the New Testament. Its origin, development, and significance. Oxford: Clarendon Press, 1987, p. 165; negritas añadidas). 

En la actualidad la denominación de “apócrifo” no implica necesariamente una de estas dos valoraciones opuestas, sino que se vincula primariamente con el concepto de un canon fijado del Nuevo Testamento. En este sentido, son apócrifas todas aquellas obras que, no obstante la pretensión de sus autores, fueron excluidas del canon por no ser consideradas dignas de ser incluidas en él.

Los apócrifos del Nuevo Testamento tienden, con resultado variable, a imitar las formas literarias propias de los libros genuinos. Por ello se clasifican en evangelios, hechos, epístolas y apocalipsis apócrifos (Tabla 2). La adaptación formal de la literatura apócrifa a las formas literarias de las Escrituras canónicas es un testimonio indirecto de la antigüedad y el reconocimiento general de estas últimas.

El género más temprana y frecuentemente imitado es el de los Evangelios canónicos. Un hecho interesante es que, pese a llevar el nombre de los Apóstoles, los apócrifos fuesen generalmente excluidos de seria consideración en cuanto a su inclusión en el canon. En contraste,  el hecho de que los cuatro Evangelios canónicos sean anónimos, y que sólo dos de ellos (Mateo y Juan) se hayan atribuido tradicionalmente a Apóstoles, no fue obstáculo para su pronto reconocimiento de su autoridad apostólica y su inspiración divina.

Algunos de los apócrifos se han perdido, y hoy conocemos su existencia por referencias en la literatura cristiana primitiva.  En su edición de 1924 de los apócrifos del Nuevo Testamento, Montague Rodhes James hizo las siguientes acertadas observaciones acerca de estos libros: 

Interesantes como son  (...), no logran ninguno de los dos principales propósitos por los que fueron escritos, inculcar la verdadera religión y transmitir la verdadera historia.
Como libros religiosos pretendían reforzar el conjunto existente de creencias cristianas: ya por revelación de nuevas doctrinas (...) , o destacando alguna virtud particular, como castidad y temperancia; o reforzando la creencia en ciertas doctrinas o acontecimientos, v.g., el nacimiento virginal, la resurrección de Cristo, la segunda venida, el estado final – mediante la producción de evidencia que, de ser verdad, fuese irrefutable. Para todos estos propósitos, estos escritos se arrogan la suprema autoridad (...) Como libros de historia, apuntan a suplementar los escasos datos (como parecían ser) de los Evangelios y Hechos (...)
Pero, como he dicho, fracasan en su propósito (...) Sus autores no hablan con las voces de Pablo ni Juan, o con la apacible simplicidad de los tres primeros Evangelios. No es injusto decir que cuando intentan lo primero son teatrales, y cuando ensayan la segunda, son insípidos. En resumen, el resultado de algo semejante al estudio atento de la literatura (...) es un reforzado respeto por el buen sentido de la Iglesia Universal, y por la sabiduría de los eruditos de Alejandría, Antioquia y Roma (...)
Si bien no son buenas fuentes de historia en un sentido, lo son en otro. Registran las imaginaciones, esperanzas y temores de los hombres que los escribieron; muestran lo que era aceptable para los cristianos incultos de los primeros tiempos, qué les interesaba, qué admiraban, qué ideales de conducta valoraban para esta vida, qué pensaban hallar en la venidera (...) y para el amante y estudiante de la literatura y el arte medieval revelan la fuente de una parte considerable de su material y la solución de muchos enigmas. De hecho, han ejercido una influencia (totalmente desproporcionada con sus méritos intrínsecos) tan grande y amplia, que nadie que se interese en la historia del pensamiento y el arte cristianos puede permitirse descuidarlos.

(Citado por J. K. Elliott, The Apocryphal New Testament. A collection of Apocryphal Christian Literature in an English Translation. Oxford: Clarendon Press, 1993, p. xiv-xv; negritas añadidas).

Tabla 2: Algunos apócrifos del Nuevo Testamento

Evangelios Hechos Epístolas Apocalipsis

Del siglo II

    De los Hebreos

    De los Ebionitas

    Pedro

    Protoevangelio de Santiago

    Papiro Egerton 2 (sin nombre)

 

De Nag-Hammadi (gnósticos)

    De Juan (apócrifo)

    De la verdad (Valentín)

    De Tomás

    De Felipe

    De María Magdalena

 

Tardíos (siglos IV al VI)

    Historia de José el carpintero

    Tránsito de María

    Según Tomás (maniqueo)

    De Mateo (apócrifo)

 

De Juan

De Pablo

De Pedro

De Tomás

De Andrés

De Pilatos

 

    De los Apóstoles

   (Epistula apostolorum)

De Pablo

    3 Corintios

    Laodicenses

    Correspondencia entre
    Pablo y Séneca

 

De Pedro

     Predicación de Pedro

    

 

De Pedro

De Pablo

De Tomás

De Juan

De Esteban

De la Virgen

 

A pesar de lo dicho, cada tanto surge, generalmente de personas ajenas al ámbito académico, la tesis de que los textos apócrifos revelan la verdadera historia de Jesús, que habría sido distorsionada por los autores canónicos. En este sentido, la propuesta más reciente – pero seguramente no la última – es la de Dan Brown, en su extraordinario éxito de ventas, El Código Da Vinci. Si bien se trata de una novela, en su prefacio hay una declaración, con el título “Los hechos”, según la cual:

Todas las descripciones de obras de arte, edificios, documentos y rituales secretos que aparecen en esta obra son veraces.

(Dan Brown, El Código Da Vinci. Traducción de Juanjo Estrella. Buenos Aires: Editorial Umbriel, 2003, p. 11). 

La verdad es que la obra contiene una serie de afirmaciones discutibles o descaradamente falsas.  En el tema que nos ocupa, Brown sostiene, a través de un ficticio  historiador miembro de la Royal Society británica, cosas como las siguientes. 

En el concilio de Nicea, convocado por Constantino, “se debatió y se votó sobre (...) la divinidad de Jesús (...) hasta ese momento de la historia, Jesús era, para sus seguidores, un profeta mortal ... un hombre grande y poderoso, pero un hombre, un ser mortal (...) Al proclamar oficialmente a Jesús como Hijo de Dios, Constantino lo convirtió en una divinidad...” (p. 290). 

Es cierto que Constantino convocó el Concilio. De hecho, todos los concilios ecuménicos de la antigüedad fueron convocados por emperadores. No obstante, las decisiones adoptadas fueron responsabilidad de los obispos reunidos. Además, es un disparate afirmar que hasta Nicea los cristianos consideraban que Jesús era meramente un hombre. Existe abundantísima evidencia de la literatura cristiana previa a Nicea que atestigua la creencia en la divinidad de Cristo. Los cristianos nunca mantuvieron su fidelidad hasta la muerte por alguien que consideraban sólo un hombre.

Además, semejante cambio doctrinal hubiera generado un escándalo de proporciones colosales, de lo cual no hay rastro. En realidad, ninguno de los participantes en la controversia sostenía semejante cosa, pues todos aceptaban que Jesucristo era un ser divino. La discusión radicaba en si él era co-igual con el Padre –como opinaba la mayoría – o si, como enseñaba Arrio,  estaba un escalón más abajo, como el primero y más poderoso de los seres creados. 

Hay “miles de páginas de papeles anteriores a la época de Constantino, no manipulados, que lo reverenciaban absolutamente en tanto que maestro y profeta humano” (p. 318).           

La verdad es que ningún documento cristiano antiguo, canónico o apócrifo, considera a Jesús como exclusivamente humano. Hay, sí,  documentos gnósticos que pretendían separar lo humano y lo divino en Jesucristo, considerando que un espíritu superior, el Cristo, moró transitoriamente en el hombre Jesús; pero al contrario de lo afirmado, exaltaban lo divino y rebajaban lo humano. 

“Circulan rumores de que en el tesoro también está incluido el documento «Q» del que hasta el Vaticano admite su existencia. Supuestamente, se trata de un libro con las enseñanzas de Jesús escritas tal vez de su puño y letra.” (p. 318). 

El documento Q (del alemán Quelle, “fuente”) es un documento hipotético cuya existencia se postuló para explicar el material común a los Evangelios de Mateo y Lucas, que no aparecen en el Evangelio de Marcos. De modo que aún si existiera Q, en todo caso ayudaría a explicar la redacción de los Evangelios canónicos. Que Q pueda haber sido escrito por Jesús mismo es pura fantasía. 

“Constantino encargó y financió la redacción de una nueva Biblia que omitiera los evagelios en los que se hablaba de los rasgos «humano» de Cristo y que exagerara los que lo acercaban a la divinidad.” (p. 291). 

Como vimos antes, Constantino simplemente encargó a Eusebio cincuenta copias de la Biblia para su uso en las iglesias de Bizancio (Constantinopla). No hay la menor evidencia de que haya indicado qué libros debía contener y cuáles no; esto lo dejó enteramente en manos del obispo. Es poco probable que hubiera sido capaz de hacer tal cosa, aun si hubiera querido.

Por lo demás, los cristianos, que pocos años antes habían mostrado su veneración por las Escrituras negándose a entregarlas incluso al precio de su propia vida, no hubieran admitido cambios de los cuales no hay el menor rastro en la historia. Finalmente, hay que notar que los Evangelios canónicos sí enseñan claramente la humanidad de Cristo. Sobre su divinidad no son tan claros, con excepción del Evangelio de Juan. La situación es exactamente opuesta a la que presenta Brown. 

“Para la elaboración del Nuevo Testamento se tuvieron en cuenta más de ochenta evangelios, pero sólo unos pocos acabaron incluyéndose, entre los que estaban los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan ...” (p. 292). 

Como se ha descripto antes, la formación del Nuevo Testamento no fue producto de una decisión súbita de algún concilio, mucho menos de un emperador. Es simplemente falso que en la fijación del canon se hayan tenido en cuenta “más de ochenta evangelios” (no había tantos) como si fueran candidatos con iguales probabilidades. En este proceso, desde el principio se aceptaron los cuatro Evangelios canónicos, para la Iglesia antigua en su conjunto, ningún apócrifo fe jamás un contendiente serio. 

“las copias de los rollos de Nag Hammadi y del Mar Muerto” son “los primeros documentos del cristianismo” (p. 305). 

Los rollos del Mar Muerto contienen manuscritos bíblicos y material propio de la secta de los Esenios, que era judía.  Los rollos son anteriores al Nuevo Testamento, y no hay ningún material específicamente cristiano.

La biblioteca de Nag Hammadi ha proporcionado copias de apócrifos de tendencia gnóstica en copto (no en arameo como dice Brown) que son traducciones del griego. Los más antiguos de estos escritos datan de mediados del siglo II y no provienen de un ambiente palestino, de modo que están cronológica, geográfica y culturalmente muy alejados de los hechos de la vida de Jesús.

Por su propia naturaleza y trasfondo neoplatónico, no proveen material confiable para la idea central de El Código Da Vinci, a saber, que Jesús desposó a María Magdalena y tuvo descendencia con ella. No solamente despreciaban lo natural a favor de lo espiritual, sino que no tenían un concepto muy elevado de las mujeres. Según el Evangelio de Tomás, la única forma en que una mujer puede salvarse es transformándose en varón (logion 114): 

Simón Pedro le dijo: Que María salga de en medio de nosotros pues las mujeres no son dignas de la vida. Jesús dijo: Yo la guiaré para hacerla macho, para que también se vuelva un espíritu viviente semejante a vosotros que sois machos. Pues toda mujer que se hiciera macho entrará en el Reino de los cielos.

(El evangelio según Tomás. Apócrifo-gnóstico. Versión bilingüe copto-castellano. Barcelona: Siete y Media Editores, 1980, p. 107).

 Finalmente, los evangelios apócrifos de Nag Hammadi son mayormente colecciones de supuestos dichos de Jesús y de los Apóstoles, que no narran casi nada de los hechos de la vida del Señor.

 

12. Bibliografía

12.1 Fuentes

Denzinger,  Enrique. El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres. Versión de Daniel Ruiz Bueno. Barcelona: Editorial Herder, 1963.

Elliott, J.K. The Apocryphal New Testament. A collection of Apocryphal Christian Literature in an English Translation. Oxford: Clarendon Press, 1993.

Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica (2 Vol.). Versión, introducción y notas de Argimiro Velasco Delgado. Madrid: BAC, 1973.

Roberts, Alexander; Donaldson, James. The Ante-Nicene Fathers. Translations of the writings of the Fathers down to A.D. 325 [1884] (10 Vol.). Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1993.

Ruiz Bueno, Daniel. Padres Apologetas Griegos (s. II), 2ª Edición. Madrid: BAC, 1979

Ruiz Bueno, Daniel. Padres Apostólicos. Edición bilingüe completa, 4ª Edición. Madrid: BAC, 1979.

Santos Otero, Aurelio de. Los evangelios apócrifos. Edición crítica y bilingüe. 3ª Edición. Madrid:BAC, 1979 (hay una edición más actual).

Philip Schaff (Editor). A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, First Series [1886] (14 Vol.). Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1993.

Schaff, Philip; Wace, Henry (Editors): A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, Second Series [1891] (14 Vol.). Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans, Reimpresión, 1991.

En la Internet puede encontrarse abundante material, aunque de calidad diversa. Una de las páginas más completas, con vínculos a muchas otras, es http://escrituras.tripod.com

 

12.2 Estudios y obras de referencia

Báez-Camargo, Gonzalo. Breve historia del canon bíblico. México: Ediciones Luminar, 1980.

Bromiley, Geoffrey W. (General Editor). The International Standard Bible Encyclopedia. Revised Edition  (4 vol.). Grand Rapids: Wm.B. Eerdmans, 1979-1988.

Bruce, F.F. ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?. Traducción española de Daniel Hall. Miami: Editorial Caribe, 1972.

Bruce, F. F.  The Canon of Scripture. Downers Grove: InterVarsity Press, 1988.

Comfort, Philip Wesley (Editor). The Origin of the Bible. Wheaton: Tyndale House Publishers, 1992.

Cross, F. L. (Editor). The Oxford Dictionary of the Christian Church. London: Oxford University Press, 1958.

Di Berardino, Angelo (Director). Patrología III. Versión española de J. M. Guirau. Madrid: BAC, 1981.

Enciclopedia Católica. Versión en español de The Catholic Encyclopedia, dirigida por Charles G. Herbermann (1907). http://www.enciclopediacatolica.com

George, Augustin y Grelot, Pierre (Directores). Introducción crítica al Nuevo Testamento (2 vol.). Traducción de Marciano Villanueva. Barcelona: Editorial Herder, 1983.

Jedin, Hubert (Director). Manual de historia de la Iglesia, Tomo 1. Versión de Daniel Ruiz Bueno. Barcelona: Editorial Herder, 1980.

Metzger, Bruce M. The Canon of the New Testament. Its origin, development, and significance. Oxford: Clarendon Press, 1987.

Quasten, Johannes. Patrología, 3ª Ed. (2 Vol.). Versión española de Ignacio Oñatibia. Madrid: BAC, 1977, 1978.

Ridderbos, Herman. Historia de la salvación y Santa Escritura. La autoridad del Nuevo Testamento. Traducción de Juan L. van der Velde. Buenos Aires: Editorial Escaton, 1973.

Trebolle Barrera, Julio. La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia. Madrid: Trotta, 1993.

Wescott, Brooke Foss. The Bible in the Church. 3rd Ed. London & Cambridge: Macmillan & Co., 1870.

 


"Conoceréis la Verdad" agradece al Hermano Fernando Saraví por la cesión de este valioso material para su publicación.

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