Todo lo que desees lo encontrarás en Cristo

por  Alejandro María Matos

Ante todo, quiero dar gracias al Señor, dador de todo bien, por permitirme compartir su obra en mi vida. Muchas veces escuché aquellas palabras de Pablo; "Todo sucede para el bien de los que aman a Dios". Sin embargo estas palabras, aunque sencillas, encierran en sí una profunda enseñanza. Dios tiene un plan para nuestras vidas, y aunque nosotros nos empeñamos muchas veces en cambiarlo, al fin, en Su misericordia, Dios lo lleva a cabo, con el único fin de hacernos felices y de llevarnos de regreso a Él.

Nací en el seno de una familia católica y toda mi niñez transcurrió en la Iglesia. En el año 1987, cuando el Papa Juan Pablo II visitaba nuestro país, participé en la Jornada Mundial de la Juventud en Buenos Aires. Este evento me impactó profundamente. Desde niño deseaba servir a Dios y  consagrarme a Él. No sabía mucho acerca de ello pero lo deseaba profundamente. Ingresé al Colegio San Pedro, en la ciudad de Pedro Luro, provincia de Buenos Aires, perteneciente a los Padres Salesianos. De allí pasaría al Aspirantado cerca de General Roca, y así podría iniciar mis estudios eclesiásticos para poder llegar a ser sacerdote.

Junto con mi formación comenzó mi búsqueda. Las dudas comenzaron a sucederse una tras otra.

Me había entregado al Señor en una Iglesia cristiana de la cual me aparté por no ser capaz de renunciar a todo lo que el Señor me mostraba con claridad. Y decidí recomenzar el camino que había abandonado. Al ingresar al Seminario Mayor para cursar los estudios superiores, comenzó dentro de mí el dilema. Alcanzar a Dios. Llegar a ser santo. Lo que Dios decía, y lo que decían los hombres. La gratuidad de la Salvación, y todo lo que yo debía hacer para alcanzarla. La contradicción entre lo que debía hacer y lo que veía que se hacía. Las tradiciones humanas y los mandatos divinos. La preocupación obsesiva por la forma y el descuido de la sustancia.

Todo se agravó cuando hice los Ejercicios Espirituales según el método de San Ignacio de Loyola, al comienzo del tercer año del Seminario. Una frase fue la que desató aquel mar de dudas en mí; decía San Ignacio: "Si la Iglesia dice que algo es blanco, aunque tú lo veas negro, por decirlo la Iglesia debes admitir que es blanco". ("Ejercicios Espirituales", Reglas para sentir con la Iglesia, 365:1)

Aquello me pareció horrible.

Acostumbraba a meditar las palabras de la Escritura, y descubría allí a un Señor amoroso y lleno de misericordia, que nada tenía que ver con esta tortura que comenzaría a vivir de allí en adelante.

Me aterraba la idea de ser santo, porque miraba todo lo que debía hacer para llegar a esto, lo confrontaba con mi propia debilidad humana y sabía que era imposible. Leía: "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2, 8-9), y no podía comprender que yo debiera hacer tanto para alcanzar un regalo. Porque eso entendía que era la Salvación, un regalo, no un premio. Comenzaban las meditaciones interminables con sus 16 pasos, recitar largas oraciones, los ritos vacíos de contenido para mí, que más que acercarme al Dios y Padre me parecían enormes obstáculos que se interponían entre nosotros.

La idea de perder una Salvación que Dios había comprado a precio de la sangre de Su único Hijo, me parecía incongruente con tamaño sacrificio. Que Jesucristo hubiese padecido por mí tantos dolores y tormentos y yo tuviera que hacer penitencias extremas para alcanzar esa Salvación no alcanzaba a comprenderlo. Llevaba rigurosamente en mis piernas el cilicio para castigar mi carne; pasaba largas horas de rodillas con los brazos en cruz y maceraba mi carne con las disciplinas para reprimir la debilidad de mi carne y conservar la pureza. Todo era poco para obtener la gracia de la Perseverancia Final.

Cada vez que teníamos Retiros o leía los escritos de los santos, la "Imitación de Cristo" de Tomás de Kempis, el "Ejercicio de perfección" de Alonso Rodríguez, el "Compendio de Teología, ascética y mística" de Tanquerey, se me alejaba a pasos agigantados la idea de alcanzar a Dios y lentamente día tras día, iba cayendo en la desesperación más terrible. Dios no era para mí. Yo no era capaz de alcanzarlo. El camino hacia Él era intransitable. Me venían a la mente aquellas palabras de Cristo a los fariseos: ..."colocáis cargas enormes sobre los hombros de los demás y vosotros no las movéis ni con un dedo".

La Confesión Sacramental, resultaba para mí algo aterrador, y el lugar donde más sufría. ¿Cómo hacer para confesar todos mis pecados sin olvidarme de nada? Es cierto que el olvido involuntario no era pecado, pero al recordar después lo que no había confesado, el fantasma de la culpa y los escrúpulos me enloquecían. ¿Por qué Dios había de escoger este medio tan traumático para perdonarme? Aquel lugar de confesión se convertía en la fuente más propicia para la mentira, la hipocresía y otras tantas formas de guardar una imagen ante los superiores con los que uno debía convivir cada día.

Las Confesiones generales, o "de toda la vida", cada vez que había ejercicios espirituales. Si no recordaba lo que había hecho una semana antes ¿Cómo recordaría los pecados de mi vida?¿Por qué volver a confesar lo que teóricamente, Dios ya me había perdonado?

La virgen María. Cuanta culpa me generaba no tenerle devoción. Sólo ella era el camino seguro para llegar a Cristo. Leer a San Luis María Grignon de Montfort en su "Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen", o los escritos de San Bernardo, o a Santo Tomás de Aquino cuando decía que ..."uno de los signos más claros de que un alma ha sido predestinada a la salvación, es la devoción a la Virgen María...", no hacían más que generarme culpa y más culpa... y terminar de confirmar que Dios no era para mí y que yo no podía alcanzar la salvación eterna.

El culto a la Eucaristía o presencia real y sustancial de Cristo en la hostia consagrada. Era el centro de nuestra fe. Cristo allí. Y yo no podía verlo ni siquiera con los ojos de la fe. No podía escuchar Su voz que me hablara desde allí. No podía imaginarme al Señor preso en un disco de pan con "Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad", rodeado de velas, incienso y un montón de oraciones a las que respondía mecánicamente. No veía la Majestuosidad de Dios, Su poder, Su omnipotencia... no sentía la Obra transformadora de Dios en mi vida. Quería vivir con Él a cada instante, quería un Dios que caminara conmigo, una persona que estuviera presente en todos y cada uno de los instantes de mi vida... quería a Jesús... no detrás de ningún velo. El velo se rompió. Quería estar con Él y no tener que ir hasta el Sagrario cada vez que necesitaba hablarle. Lo quería en mí.

No quiero detallar lo que vi durante esos seis años. Pero si quiero declarar la realidad de aquellas palabras: "Haced lo que digo más no lo que hago". Los desequilibrios emocionales a los cuales conduce una impiedad así, la hipocresía que engendra en el alma la disociación producida por una doble vida, los desórdenes de toda índole que ocultaban aquellas paredes y de los cuales Dios es testigo, la soledad, la falta de afectos, de caridad cristiana que se vive cuando uno empieza a caer en una indiferencia que convierte el alma en un desierto, pero no en un desierto fértil, como es aquel al que el Señor nos conduce para hacernos crecer, para amarnos y para seducirnos.

No es mi propósito quitar o menoscabar la fama de nadie ¡Dios me libre de esto! Pero digo la verdad y no miento. Todo este camino espiritual planteado por la doctrina católica lleva a dos puertos: o a la indiferencia, entiéndase, acostumbramiento, tibieza (y recuerde lo que Dios dice acerca de los tibios), o a la desesperación, terrible pecado contra el Espíritu Santo. Dios, en su eterno designio, permitió que yo cayera en el primero. La indiferencia. Ya no era posible alcanzarlo. Luego... vivamos como mejor podamos.

Aquel año, el último que pasé en aquel lugar, fue el más duro que recuerdo en mi vida. Comencé a enfermarme, padecía de insomnio, había dejado todo lo que tenía que ver con Dios. Temía lo peor, porque sentía que estaba enloqueciendo, mis nervios se alteraron hasta un punto tal, que hubo que llevarme a un instituto psiquiátrico. El diagnóstico es extenso para transcribirlo, pero está a disposición de quien lo quiera. Cuando todo fue diagnosticado y ya no servía para ser sacerdote, fui completamente abandonado por todos. La solución era regresar a mi casa y que mi familia se hiciera cargo de lo que quedaba de mí. Había bajado once kilos, no dormía, lloraba por todo... no servía para nada. Pero lo más triste es que ya no quería saber más nada de Dios. Él me había destruido. Por querer llegar a Él lo perdí todo.

En esta situación, comencé a inculparlo y a recriminarle lo que había hecho de mí. Aquel día le dije: ¡Y ahora quien me ayuda! La respuesta no se hizo esperar. Recuerdo que una noche, una de aquellas largas noches que no dormía, prendí la radio y escuché en una emisora cristiana un himno que decía: 

 

Maravilloso es el gran amor
que Cristo mi Señor, derramó en mí;
siendo rebelde y pecador,
yo de Su muerte causa fui.
Grande, sublime, inmensurable amor
por mí murió el Salvador.

 

Entonces recordé aquella noche en que le dije sí al Señor. Comencé a llorar pero ahora no de sufrimiento. Sentía gozo en mí. Aquel gozo que había experimentado 10 años antes, y pedí al Señor que me iluminara, que me guiara, que quitara de mi toda confusión. La respuesta del Señor fue un libro: "Sanidad del alma herida", de Arline de Westmeier. Ruego a Dios poder conocerla un día para darle gracias por ser instrumento dócil en manos del Alfarero y haber escrito ese libro que me condujo al reencuentro con la Palabra y por medio de ella a la reconciliación con Dios.

Dios empezó a obrar en mi alma y a sanar la imagen errónea que yo tenía de Él. Dios empezó a restaurar mi vida de una manera increíble.

En esto quiero ser agradecido. Hay tres personas que no quiero dejar de mencionar: Hugo Ramírez y su esposa Rosana, quienes desde aquel lejano día en que entregué mi alma al Señor, no dejaron de orar por mí, y me dieron un testimonio intachable de vida cristiana. Y Angélica Cervera, una hermana a quien me une una profunda amistad y quien también confió en el Señor. Sus vidas, sus testimonios y sus oraciones obtuvieron de Dios el milagro de mi conversión. Precisamente esta hermana (Angélica) me dio la dirección de esta página en internet (www.conocereislaverdad.org). Dios fue obrando una sanidad total a través de las enseñanzas de Daniel Sapia. También a él le agradezco. Dios obra cuando hay almas generosas que le dicen sí y dedican de su tiempo, su vida y aún de sus bienes a la propagación del Reino de Dios.

A los hermanos que lean este testimonio quiero decirles desde lo más profundo de mi corazón: Dios es la mejor elección que pueden hacer en sus vidas. Apartarse de Él, es condenarse a la noche oscura y tenebrosa de la angustia y el dolor. En Cristo, sólo en Él, encontraremos el amor, el gozo y la paz. ¿Adónde iremos si sólo Él tiene palabras de vida eterna?

A los amigos que compartan este testimonio, los invito a venir a Jesús. Nada tiene sentido en la vida sin Él. Todo lo que desees y anheles lo encontrarás en Cristo. No mires a los hombres, mira a Dios. Recuerda aquella escena del Evangelio, cuando Pedro pidió al Señor caminar sobre las aguas. Él se mantuvo firme mientras miró al Señor. Apenas apartó su vista de Él, se hundió. "Ven amigo al Señor, pues Él murió por ti".

Católico amado: sufro de pensar en ti. Sufro al saber que un Sacrificio tan grande como el del Señor pueda ser en vano. Sufro de pensar que estás perdiendo tu tiempo en prácticas y ritos que obstaculizan tu caminar hacia Dios. Hay una senda que te conducirá sin duda a la felicidad completa: Jesucristo.

"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, nadie viene al Padre sino por mí"  (Juan 14, 6)

 

DIOS BENDIGA A TODOS LOS QUE LEAN ESTE TESTIMONIO

 

Alejandro María Matos

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Daniel Sapia - "Conoceréis la Verdad"

Apologética Cristiana - ® desde Junio 2000

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